Esta pandemia nos permite ver ahora lo que no estaba tan claro hasta hace poco en la cultura popular del cubano: no hay manera de «meterle curvas».
A estas últimas es común que acudamos para irnos por la tangente, evitar una situación difícil o evadir algo desagradable, pero en medio de esta grave situación sanitaria nacional y global son ellas las que se presentan cada amanecer, acechantes, frente a nosotros, como frente a cada pueblo de este golpeado planeta.
Por más que la inventemos para quitárnoslas de encima, como el dinosaurio del cuento de Monterroso, las curvas —y fíjense que las refiero en plural— están y estarán ahí.
Y lo están no solo para alertarnos del grado de peligro colectivo que corremos, sino además para desvelarnos el tipo de seres humanos y de sociedad que somos y, en consecuencia, las fortalezas, debilidades, amenazas y oportunidades correspondientes.
No importa cuán pacatos seamos como seres o comunidades humanas, en cada jornada estaremos frente a ese desnudo singular, frente a esa DAFO inexcusable, retrato inevitable de virtudes y defectos, de saludables genes sociales y de peligrosas anomalías congénitas.
El coronavirus, con su expansión mortífera, se convirtió en un potente equipo de imagenología sentimental y social, que descubre los más recónditos «intersticios» de la condición civilizatoria y humana; esa red de estructuras a la vez que de pasiones, emociones y actitudes que muchas veces nos oxigenan y bendicen y en otras se nos pierden entre ocultas cavidades de la simulación, la manipulación y el engaño, para aflorar ahora con toda su mezquindad densa y maciza.
Esa es la razón por la que, no sin consternación, vemos claramente como algunos se precipitan, sin control, a sus propias cunetas, a esos abismos a los que arrastran a no pocos mal enterados o incautos, mientras el mundo, sensible y espantado, intenta hacer coro por enderezar todas sus resbaladizas desviaciones.
Conmovidos por la dura lidia contra la COVID-19 algunos llaman la atención sobre la manifestación de cualidades contrastantes, no solo entre las naciones y los pueblos, las culturas e idiosincrasias, los sistemas políticos y sociales y otros subsistemas.
Ojalá estas criaturas imperfectas que poblamos la tierra podamos aprender, definitivamente, la afirmación que hacía recientemente el periodista y escritor argentino Martín Caparrós de que, en los encierros impuestos por el coronavirus hemos aprendido que el mundo no tiene volumen: confinados, solo sabemos lo que nos dicen otros. Pero también hemos entendido que dependemos de los demás, que el destino no es individual sino común.
Asustados de la certeza de que las desgracias no siempre suelen ser tan particulares como el patio de la casa a donde hoy muchos nos vemos confinados, y que estas pueden globalizarse como las marcas, los ritmos y las cadenas de valor, no faltan hasta quienes ya se adelanten a presagiar una era de desglobalización.
No pocos de quienes admiraron el mundo desde las lógicas de la ambición desmedida y la competitividad a toda costa alertan, azocados por la tragedia coronavírica, que en los últimos años se ha permitido que los riesgos se propaguen.
A esto le llaman «el lado oculto de la globalización»; ¡cómo si de verdad hubieran estado, tan ocultas, las asimetrías, los despojos y las rebatiñas a las que condujo ese proceso que, como alertaron desde el Papa Juan Pablo II hasta Fidel Castro, debería haberse conducido hacia la solidaridad!
Para colmo, el duro revelado pandémico no parece traernos mejores noticias que las de antes de esta crisis. Algunos de los más notables estudiosos e ideólogos de la globalización vaticinan, dramáticamente, que está cayendo un telón de acero económico sobre el mundo y que, como parte de este, se acelerará el repliegue del comercio internacional, los exportadores reconfigurarán sus cadenas de suministros, los importadores subirán barreras arancelarias, entrará en barrera la guerra comercial y Asia y Occidente se aislarán mutuamente.
Miremos muy bien esas curvas y ajustemos en consonancia las similares nuestras, porque a semejante retrato futuro, hay que entrarle, y muy bien, con tremenda recta.