No les voy a echar la culpa a estos tiempos en que los terrícolas nacen ya con el amor con fecha de caducidad. Es un signo de la modernidad. Es un daño que no pudo arreglársele a la gente de mi generación, la cual no acaba de comprender que el agradecimiento, la capacidad de ser agradecidos, no resulta una señal de «tornillo flojo», de error de fábrica.
Por eso de vez en cuando me levanto preocupado por mi debilidad, la cual se hace más intensa con los años sin que lo pueda remediar. Me inquieta, a veces, que no pueda evitar el desencanto cuando descubro que los mortales de hoy tienen tan limitada la memoria, que olvidan la mano firme que los alentó a caminar, el abrazo que los protegió cuando el frío se hizo insoportable, la cuchara rebosante que el hambre les mató.
Es un problema de RAM, de gigas, de mala calibración, en sus casos. En el nuestro, de hechura, de pésimo diseño. Me doy cuenta cuando me sorprendo esperando un saludo, un «cómo estás», una sonrisa, un «esté donde esté, siempre me acuerdo de ti…», un muñequito en el chat, «una persona que quizá me conozca», pero que no me conoce… Y trato de repararme, de formatearme, para empezar de cero y tener la precaución de no llenar de besos para no correr el peligro de que se enteren (y se aprovechen) de que amo con libertad y con locura; sin que me extrañe que me pasen el estado de la cuenta por el sexo salvador que me sudé y que viví.
Yo estoy defectuoso desde que me llegó la luz primera. A veces creo que me concibieron encima de un caballo (o una yegua, da lo mismo) a todo trote. Lo noto en lo mal «encabado» que parieron este cuerpo y en lo frágil de mis sentimientos, y hasta con esa legión (a esos tantos que he encontrado en mi camino) a la que, por la bondad más pura, le he entregado hasta mi alma.
Mis cómplices más cercanos tratan de consolarme, como si todos, de repente, se convirtieran en Antoine de Saint-Exupéry. «Lo esencial no está en lo físico, sino en tu corazón…», me dicen. Pero sé que ya nadie está para zambullirse en las profundidades del otro; ya nadie quiere colgarse el cartel de «buzo» empecinado en encontrar algo que lo ilumine entre la aparente basura…
Definitivamente estoy defectuoso desde que me llegó la luz primera, porque a pesar de los pesares sigo creyendo en el amor, en la amistad, en el otro, porque no me cansaré de aprovechar esa oportunidad enorme que me da la vida de intentar a toda costa ser feliz, de estar aquí incluso hasta para los olvidadizos, los de escasa memoria RAM. Siempre. Incondicionalmente. Aunque mi aroma no sea persistente y el envase carezca de gracia. Aquí, con mi alma, mi corazón, mi mano, mi cuchara, mi hombro, mi abrazo, mis piernas, mi respiración.