Iba pedaleando por una avenida cuando vio venir súbitamente, sobre su cara, el hocico del animal. Por un momento se pensó arrollado, pisoteado por los cascos del caballo.
En realidad, no había cometido ninguna imprudencia; llevaba la preocupación propia del familiar que se dirige al hospital a ver a un enfermo, y si pudo salir ileso de aquel trance fue gracias a esos instintos increíbles, capaces de salvar a las personas por milésimas de segundo.
Por la senda contraria alguien con fuete conducía un carruaje, y en lugar de esperar el paso del ciclista se aventuró a cruzar la calle, casi encima de él, quien a la sazón sintió el susto subirle desde las glándulas viriles hasta la garganta.
«¿Quién es la bestia, tú o el caballo?», atinó a preguntar el bicicletero, con mezcla de indignación y nerviosismo. Así siguió su camino, hasta detenerse en el semáforo.
«¡Espérate ahí!», respondió el conductor del cuadrúpedo y unos metros más adelante, después de haber doblado, frenó la cajuela metálica, imitadora de un coche. «¡Yo te voy a enseñar!», gritó enseguida.
Estupefacto, el casi golpeado vio cómo el chofer de equinos extraía de algún sitio estratégico una espada agrícola; es decir, un machete, mientras vociferaba delante de pasajeros y transeúntes: «¡Ven, dale, ven…!».
Por suerte el pedalista no hizo caso al reto absurdo y cumplió su deseo de abrazar al pariente esa mañana, que bien pudo ser la concluyente.
Horas después, ya en reposo, reparó en que a veces el mundo ha parecido andar al revés, porque ese no ha sido el único violador del tránsito que —lejos de soltar al menos una «disculpa» humilde— ha sacado el sable de la agresión o de la injuria.
Razonó que nuestros pueblos y ciudades, cada día más poblados de los llamados «vehículos de tracción animal», necesitan con urgente galope una mayor urbanidad y mejor educación vial, que no se logran solo con llamados a la conciencia.
El ciclista meditó, además, que antes los cocheros eran sinónimos de buen trato, elegancia, modales… y ahora en algunos —no en todos— cabalga cierta desprofesionalización y una tendencia a reírse, a modo de relincho, de los «Pare», de la limpieza en las sendas, de los precios terrenales en horarios complicados.
Le pasó por la mente el día en el que pasajeros de dos carruajes contiguos agrandaron sus ojos, al verse involucrados en una competencia sin bridas por calles sinuosas de la ciudad, mientras los azotadores espoleaban a sus respectivos rocines con el fuete y el verbo: «¡Arreeee cabaaaallo!».
También vino a su memoria la jornada en que miró azotar con crueldad a un corcel cansado que halaba una cativana similar a la del posible accidente. Y esta última palabra volvió a latiguearle la mente, a desbocarle el pulso y el miedo.
«Tal vez no debí preguntar si él era un caballo», se dijo. Pero pronto recordó el machete blandido, la cara del timonel del rocinante, la ofuscación ante el episodio, los dientes del potro casi en su rostro, el olor del jamelgo guiado por el atropellador…
Cayó entonces en la cuenta de que pudo tener razón con su interrogante. El piloto del cuadrúpedo era una suerte de bestia y, lamentablemente, no es la única que transita por nuestras arterias.