Aún se escucha el grito: ¡Abran paso..!, se revive la sorpresa rota, el resonar de los disparos. Todavía se huele la barbarie, la sangre, los sueños mutilados…
En la madrugada del 26 de julio de 1953, un grupo de muchachos veintiañeros, con el fragor del carnaval santiaguero y el secreto como cómplices, asaltaron el amanecer y todavía puede vérseles tirando del futuro.
El gesto desinhibido y emprendedor de aquel centenar de rostros imberbes, que se atrevieron a dejar atrás a los suyos y a exponer la propia vida, cambió el rumbo de una nación entera y sembró una semilla.
Aquel grupo, liderado por el joven abogado Fidel Castro, se colocó a la vanguardia de la lucha por la verdadera independencia, en el año del centenario del Héroe Nacional, José Martí.
Furtivamente y sin saber con exactitud en qué acción tomarían parte, se congregaron a medianoche en la Granjita Siboney, aquella villa blanca rentada como granja para criar pollos en la carretera hacia la playa de igual nombre.
Allí descubrieron los detalles: vestidos con uniformes del ejército atacarían la segunda fortaleza militar del país, ocupada por unos mil hombres.
Se organizarían en tres grupos: el primero de ellos, el más numeroso, con Fidel al frente, entraría al cuartel. Los otros dos, comandados por Abel Santamaría —segundo jefe del Movimiento— y Léster Rodríguez, respectivamente, tratarían de tomar dos importantes edificios contiguos: el Hospital Civil, donde se atendería a los heridos, y el Palacio de Justicia, lugar en que radicaba la Audiencia, desde cuya azotea apoyarían la acción principal.
La estrategia consistía en la toma por sorpresa del cuartel, darle armas al pueblo, ocupar otros puntos importantes de la ciudad y divulgar por la radio a toda la nación el Manifiesto del Moncada y la grabación del último discurso de Eduardo Chibás, con lo cual se llamaría a la huelga general.
«Ya estamos en combate/ por defender la idea de todos los que han muerto/ para arrojar a los malos del histórico templo…», se escuchó en la voz del poeta; y cuando todos estuvieron listos, conocieron el Manifiesto.
Entonces Fidel les dijo: «Podrán vencer dentro de unas horas o ser vencidos; pero de todas maneras (...), este movimiento triunfará. Si vencen mañana, se hará más pronto lo que aspiró Martí. Si ocurriera lo contrario, el gesto servirá de ejemplo al pueblo de Cuba, a tomar la bandera y seguir adelante».
Desde hace 64 años aquel gesto es el ejemplo, la mejor muestra de que la utopía es posible.
Los grupos dirigidos por Abel y Léster, con el actuar protagónico de Raúl, cumplieron su objetivo: la toma del Hospital Civil y la Audiencia.
El comando principal llegó según lo previsto hasta la posta tres, la desarmó y traspasó la garita, pero una patrulla de recorrido que llegó inesperadamente y un sargento que apareció de improviso por una calle lateral, provocaron un tiroteo prematuro que alertó a la tropa y movilizó el campamento.
La sorpresa, factor decisivo del éxito, se hizo añicos. El combate se generalizó fuera del cuartel y se prolongó en una lucha de posiciones. En desventaja ante un enemigo superior en armas y hombres, se ordena la retirada.
Con el propósito de desviar la atención de las fuerzas de la tiranía y evitar que enviaran refuerzos hacia Santiago, simultáneamente otro contingente de jóvenes intentaba tomar el cuartel Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo, con similar suerte.
Las acciones no tuvieron el éxito esperado. Muchos combatientes fueron capturados y asesinados con vileza. Sin embargo, en aquella mañana de la Santa Ana la feroz dictadura fue sentenciada a muerte.
Y el gesto de aquellos bisoños (obreros, estudiantes, empleados, campesinos, trabajadores en oficios diversos) que se habían propuesto cambiar radicalmente el mañana de la Patria, sin apenas pensar en miedos, rigores, se hizo inmenso.
«…Aunque perezcamos todos, habremos salvado la dignidad y la vigencia de Martí en el año de su centenario», diría Abel Santamaría a su compañero Pedro Trigo López, mientras pulsaban el ambiente en recorrido por la ciudad horas antes de salir.
«Hicimos un movimiento que ha movido al futuro», comentaría años después Agustín Díaz Cartaya, mientras evocaba cómo revivió su himno entre aquellos muros.
Era necesaria una arremetida final para culminar la obra de nuestros antecesores, y eso fue el 26 de julio, señaló Fidel en 1973.
La masacre que sobrevino al asalto despertó la conciencia nacional en apoyo y simpatía a la causa revolucionaria. Y desde entonces Santiago fue más Santiago, más rebelde y solidaria.
El sueño de los moncadistas de edificar una patria mejor, por la dignidad y el decoro de los cubanos, cual sempiterna adarga, alienta a la Cuba de hoy, con la misma decisión de aquel 26. El Moncada es luz, brújula, acicate.