Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El mambí desconocido

Autor:

Yunet López Ricardo

El agua herida por la proa saltaba hasta el vientre hinchado de Rosalía. Era la noche del 17 de diciembre de 1872 y ya no aguantaba más. Quien se le movía dentro se negó a entender que aún faltaban 15 días para llegar a tierra.

Bajo velas descocidas por la sal se escuchó su primer sollozo, y pasados otros viernes la costa holguinera de Gibara recibió al hijo de canarios que había nacido en medio del océano Atlántico.

En la Parroquia San Fulgencio, el 2 de enero de 1873, fue inscrito con tres nombres: Bartolomé; como su padre; Lázaro, por nacer el día del santo sanador, y Marino, por venir al mundo sobre las olas.

Aprendió a correr por los tiempos en que Cuba se alzó contra la España que guardaba sus raíces, pero lejos de los vientos de Tenerife o Fuerteventura, creció defendiendo el ideal de La Demajagua, esa que cambió su propósito azucarero para poner en brazos esclavos la libertad.

El oriundo del mar se hizo mambí; y en la guerra de 1895 alzó su machete paraguayo contra el coloniaje que encarnaban los militares del Viejo Continente. Anduvo junto a convoyes de mulas, carretas, tropas de jinetes con carabinas y peleó con rifles oxidados, escasas municiones y armas filosas.

A severo galope y bordeando matorrales contempló avanzar los regimientos uniformados que temían a los mosquitos y perdían su formación de cuadro ante el ataque de la caballería del Ejército Libertador.

Con la ropa gastada por el uso, seguramente a quien el destino le cambió volcanes por montañas verdes, después de las marchas agotadoras limpiaba su arma y, sentado ante las fogatas del campamento, comía harina de maíz con manteca de palmito y endulzaba el café con miel de abeja.

Yo hubiese necesitado nacer 30 años antes para conocerlo. Mi tatarabuelo mambí murió el 1ro. de agosto de 1962, gastado como fusil viejo que aún rompía dianas y con 90 peines tirados.

Muchas veces mi casa ha tenido olor a pólvora y combate cuando hablan allí de Bartolomé Lázaro Marino López Ramírez, uno de los tantos nombres que no aparecen en los libros de Historia, pero aún están en la memoria de algunos, como este soldado de Catalina de Güines que luchó contra la metrópoli española del siglo XIX y hoy llega a mí desde los cuentos de sus nietos ya encanecidos.

«Era bravo de verdad», relata mi abuelo, y asegura que cuando el 19 de febrero de 1896 combatieron juntas las tropas de Antonio Maceo y Máximo Gómez, en Moralitos, allí estaba él. La imagen que guarda es verlo canoso, vestido de blanco como acostumbraban los veteranos de la guerra y de pie tras los barrotes de la ventana que daba al portal.

Solo lo miró algunos años siendo niño, por eso hoy no puede responderme si el mambí fue explorador, insurrecto en la vanguardia, centinela que desde su posta gritó alguna vez: «¡Alto, ¿quién va?!» o transmitió órdenes por una corneta. Sin embargo, afirma que, después de la contienda, el nonagenario guerrero aún dormía con el machete cercano a la cama.

«Nunca se quitó de la camisa su medalla de veterano; lo sepultaron con ella puesta», dice Mercedes, otra de las nietas, quien recuerda verlo siempre conversando con Silvestre, el otro veterano de la guerra en Catalina.

«Yo estaba en Secundaria cuando él murió, pero como si hubiese sido ayer me parece verlo con su sombrero de jipijapa, alto, delgado, dulce y muy jaranero; decía que desde niño le enseñaron una oración para curar el mal de ojo de quienes habían nacido en el mar, y desde el portal le lanzaba un piropo a todas las muchachas que pasaban», comenta.

Y aunque no todos de sus más de 30 nietos lo conocieron, sí escucharon las anécdotas del mambí. Maylenis se alegra al recordar la voz de su padre, el octavo de los nueve hijos de Lázaro con Regla Hernández, narrándole vivencias del abuelo en la manigua, esas que entretuvieron su infancia y ahora ella cuenta a sus hijos.

Hoy, cuando los recuerdos de los nietos rescatan del olvido a mi tatarabuelo mambí, escribo y me guardo dentro la vida del hombre que peleó junto a Maceo y Gómez, nunca dejó de usar la medalla de veterano, me legó mucho más que el apellido y llegó al mundo sobre las olas, cuando incluso faltaban 123 años para que yo naciera.

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