La lectura de la prensa a la hora del desayuno era un ritual ineludible en mi casa durante mi infancia y mi primera juventud. Empezó como un hábito hasta convertirse en verdadera adicción. Cuando no tengo el periódico a mano, acudo a los informativos de la radio. Necesito saber lo sucedido en cada amanecer del mundo, consciente de que los problemas más distantes —el deshielo de los polos, las migraciones masivas, la expansión del terrorismo y del narcotráfico…— habrán de repercutir de algún modo en mi existencia y en las personas de toda edad que me rodean.
De tanto leer, antes de cursar estudios de periodismo, me había familiarizado con algunas técnicas del oficio. Observaba el titulaje de las informaciones, la redacción del lead, la manera de atrapar el interés del lector y el mensaje subliminal oculto tras la aparente objetividad. Advertí también que el diseño, el emplane, la selección de las fotos, el empleo de la tipografía y la sobriedad del conjunto apelaban a un sector tradicionalista, a personas ilustradas y al mundo de las finanzas. Se proyectaba como un medio serio y confiable. El amarillismo, el destaque de crímenes truculentos y los melodramas sentimentales en torno a la vida de las estrellas, la intimidad de los monarcas y su descendencia, así como la de los dueños de grandes fortunas, atraían a los menos escolarizados, paradójicamente, a los más desposeídos.
La fidelidad a la prensa contribuyó a enriquecer mi conocimiento de la sociedad. Revisaba con interés los anuncios clasificados que solicitaban criadas blancas, sometidas a un horario extenso por una mísera remuneración. La venta de terrenos ofrecía datos valiosos acerca de los factores que intervenían en la determinación de los precios. En la actualidad, no me pierdo las ofertas de empleo que aparecen en Tribuna de La Habana.
Carente de bienes de fortuna y sin tener formación de economista, descubrí la importancia de seguir día a día el movimiento de las bolsas de valores y, en particular, la de Nueva York. Allí se cotizan los azúcares crudos y refinos, y se mueven los precios del petróleo. Las bruscas caídas producen suicidios y ruinas espectaculares. Anuncian, sobre todo, catástrofes planetarias y han generado en los últimos años un clima de creciente inseguridad.
Sin darme cuenta y sin dominar métodos científicos, fui desarrollando lo que algunos denominaron mirada sociológica. Mi acicate fundamental procede de la curiosidad insaciable por entender el mundo que me rodea. Ese universo complejísimo integrado por las redes que conectan al individuo con las colectividades generacionales, clasistas y nacionales. Durante muchos años, tuve que acompañar a mi padre a la barbería, singular punto de encuentro informal asentado en el barrio. Por ahí pasaba la chismografía local y se desplegaban también las variadas opiniones sobre temas de mayor trascendencia. Se podía tocar con las manos la temperatura de la sensibilidad popular con su sistema de valores, sus inquietudes y su perspectiva crítica. Era un lugar privilegiado para acercarse a la imprescindible dimensión micro de la realidad, vía de información útil para el diseño de políticas.
En la formación de cada uno de nosotros influyen rasgos generacionales y de origen clasista. Hay factores imponderables que escapan a esas definiciones e intervienen en el comportamiento social y político. Por razones clasistas, después del triunfo de la Revolución hubo una emigración masiva de médicos. Una minoría de galenos ilustres, dueños de jugosas consultas privadas, optó por compartir el destino de la nación. Como profesores universitarios, algunos vivieron directamente, en el Hospital Calixto García, el trágico desamparo del pueblo. La entrega al oficio de salvar vidas pudo más que el mezquino interés personal. Rompieron con su clase y con su generación. Transmitieron su saber a los más jóvenes y desempeñaron un importante papel en el impulso a la investigación en el campo de la medicina. Cumplieron así la función que corresponde a las vanguardias en el proceso de una profunda revolución transformadora.
Desarrollar la mirada y la imaginación sociológicas me parece de suma utilidad para periodistas, trabajadores sociales, activistas políticos y maestros. La rapidez vertiginosa en la actual transmisión de las noticias exigirá cada vez más una prensa analítica e investigativa que, partiendo de la inmediatez, logre un alcance más duradero. La América Latina dispone de una tradición ejemplar en este sentido. Su gran precursor fue nuestro José Martí. Sus Escenas Norteamericanas deberían constituirse en obligatorio material de estudio y análisis para todos aquellos que aspiren a dejar impronta real en los múltiples medios existentes en nuestros días. El Maestro tuvo una clara noción de los objetivos de su obra de servicio en este ámbito. Vuelto hacia nuestros países dispersos, perfilaba el trasfondo común de su origen y destino. Para ello, había que conocer la época tanto como las coordenadas del más amplio espacio del planeta y, muy en particular, los rasgos del gran vecino ambicioso y voraz. Para cumplir eficazmente ese propósito, resultaba improcedente proyectar una imagen reduccionista. Era indispensable revelar con todos sus matices la verdad más profunda. Él advirtió el proceso de una contradicción vigente hoy, caracterizada ahora por el empleo conjugado de armas económicas, ideológicas y culturales. Es el apasionante desafío de nuestra época.