En toda la Historia de Cuba solo se reconoce un Generalísimo. Es Máximo Gómez, el dominicano que metió la Isla en su sangre, no solo por tener mujer e hijos cubanos, sino, sobre todo, por pelear por esta tierra con más ardor y altruismo que muchos nacidos aquí y a veces, también, por soportar con humildad nuestras malacrianzas.
No obstante, El Viejo —o el Chino, como también le decían— se las traía, y no era raro hallar en «el cepo» de su campamento mambí a alguno de los nuestros tomando un largo baño de sol por faltar a la disciplina. Que así como le temían los españoles, le respetaban los mismos cubanos.
Gómez fue el primer militar que utilizó el machete de trabajo para cargar contra el enemigo, descubrimiento que por alguna razón los españoles nunca le perdonaron.
Todavía hoy, cuando alguien en Cuba ve un machete largo y pesado, se acuerda del General en Jefe del Ejército Libertador, un hombre enjuto que sin embargo empuñaba su arma con muñecas de jonronero.
Desde hace años, a algunas instituciones se les entrega como estímulo la réplica del distinguido machete, un honor que, desde la caballería de la colectividad, he conocido alguna vez.
Por ahí escuché algo que parece leyenda urbana, pero que en todo caso recuerda que los símbolos no dejan de alumbrar. Resulta que «en un centro de trabajo de La Mancha…» un custodio descubrió en la madrugada que un delincuente rondaba los tejados. Sin pensarlo, el vigilante echó mano en el mural al recio machete plateado de funda de cuero que recuerda la gesta mambisa y se fue a por el bandido, cual si este fuera miembro del Batallón Cazadores de San Quintín.
Ocurrió hace años, dicen, pero estoy seguro de que, viviendo la hispánica angustia de sentirse perseguido por el mismísimo Máximo Gómez, el malhechor todavía no ha parado de correr.