La Patria no es la Isla. Esta existía mucho antes de la llegada de los conquistadores europeos. Aquella, en tiempo histórico, es tiernamente joven todavía. Si la historia conocida de la Isla comenzó a escribirse hace 500 años, la historia de la Patria tiene apenas dos siglos. La Patria habita en la Isla y la desborda cuando se aloja en la mente y en el corazón de los patriotas. Ella vivió en el México infinito con Heredia y en los duros inviernos neoyorquinos con su Apóstol Martí; desanduvo y fecundó las selvas costarricenses con el Titán Maceo y los campos dominicanos con el Generalísimo.
La Patria es la ternura que conmueve, es la pasión que indigna y ennoblece; es el desasosiego ante la afrenta y el inefable placer por la virtud que la fortalece y la hace grande. Puede simbolizarse de mil formas: una montaña, un río, la palma, el tocororo; el Escudo, la Bandera y el Himno; son las palomas blancas que expresan la corajuda lucha por el regreso de sus hijos presos injustamente en cárceles del imperio en cuyas imágenes está encarnada el alma de la Patria. Esas son algunas de las formas en que se hace visible y reverenciable la Patria, que es espíritu. Nada, más que imágenes, representan estas formas para quienes no han sido tocados por la mística que transforma la imagen en un símbolo y el símbolo en un sentimiento que condiciona el pensamiento y modula el carácter con que actuamos día a día en las pequeñas y en las grandes cosas.
Para la vida cotidiana, pedestre y material, es indispensable pensar en el país. Sin embargo, no podemos jamás dejar de alimentar la Patria porque cuando se vive en las condiciones en que hemos tenido que vivir las sucesivas generaciones de cubanos a lo largo de los últimos 500 años, peleando sin desmayo, frente a pertinaces apetencias, por ser libres en nuestro propio suelo y dueños de nuestros destinos, es un suicidio dejar morir por falta de alimento a la mística que nos ha dado largo aliento y bríos suficientes para luchar a muerte por el decoro y la dignidad del género humano. Sin la mística que sostiene a la Patria en el espíritu de sus mejores hijos, la Isla y el país serían devorados de inmediato por las poderosas mandíbulas del egoísmo y la infamia.
La Patria es la virtud de la acción más que la elocuencia del discurso. «Decir bien es bueno, pero obrar bien es mejor», decía el Apóstol; es la entrega consciente de las fuerzas morales y físicas en la construcción de una vida más plena desde el ámbito en que cada uno actúe, sin esperar a cambio más que el placer de haberle sido útil. Del país acaso pudiera esperarse alguna recompensa material; de la Patria, jamás. A su encuentro no se ha de ir con una factura mísera en la mano a cobrarle los servicios que hemos podido hacerle, porque entonces seríamos mercenarios del alma. Hay que llegar a ella con el corazón limpio de ambiciones y las manos dispuestas a la magna faena de crear y fundar, con «la caediza y venal naturaleza humana», un pueblo superior.
Dichoso ha de considerarse un pueblo que ha sabido fundarse en el desafío constante a la injusticia. «La tiranía fomenta las virtudes que la matan», decía José Martí, y así como el infamante coloniaje español creó el espíritu con que lo combatimos y derrotamos, así también la brutalidad de las agresiones del imperio norteamericano contra nuestro decoro, como los casos del secuestro del niño Elián González y el encarcelamiento de los Cinco, ha fomentado en las generaciones sucesivas la capacidad de resistencia con que hemos sabido hacerle frente. Esa capacidad no ha podido ser derrotada en más de medio siglo porque, si bien ha tenido a la política como práctica coordinadora de tácticas y estrategias, y a la ideología como luz orientadora, su raíz y sostén ha sido la ética o, como diría El Mayor, Ignacio Agramonte, «la vergüenza» de los cubanos.
En estos tiempos en que los enemigos del género humano tratan de arrear a los pueblos como rebaños por los sinuosos trillos de las sociedades de consumo, hay que enfilar el rumbo en el equilibrio justo que nos permita satisfacer las necesidades materiales sin dejar de alimentar el alma que nos aparta del animal biológico que somos y nos eleva a la condición superior de seres humanos. Para ello es conveniente no olvidar estas dos verdades expresadas por José Martí cuando nos dijo que «el hombre verdadero está dormido en el fondo de otro ser bestial», y que «importa poco llenar de trigo los graneros si se desfigura, enturbia y desgrana el carácter nacional. Los pueblos no viven a la larga por el trigo, sino por el carácter».
El carácter es resultado no solo de la instrucción, sino sobre todo de la mística con que se va tejiendo el entramado visible y sensible de la Patria.