A pesar de los años, la influencia del latín ha dejado huellas profundas, difíciles de soslayar. La Medicina, por ejemplo, se ha apropiado de una frase latina que traspasa fronteras: primun non nocere (primero no dañar).
La expresión es sagrada por ser uno de los principios éticos rectores e inviolables de esta ciencia. Pero en algunas regiones, donde las cosas andan «patas arriba», vemos con pesar cómo se trueca ese principio por otro latinismo: animus iniurandi (ánimo de dañar).
Eso tiene que ver con la ideología privatizadora de la sanidad que brota en ciertos países europeos como parte de las mal llamadas medidas de austeridad, como se llama en la prensa a la línea neoliberal.
Austero se utiliza para designar a alguien o a algo que es severo, rigurosamente «ajustado a las normas de la moral». Y a partir de tal definición, podríamos preguntar: ¿quién dice que la privatización de la salud pública es moral?
El tema motiva el análisis de muchos profesionales en el mundo, dignos y responsables, quienes hacen sus denuncias en diferentes medios de comunicación, sobre todo científicos.
Ya las consecuencias de la privatización se hacen notar en algunas naciones como España, Portugal y Grecia; las estadísticas muestran cómo aumentan los suicidios, la mortalidad infantil y las enfermedades contagiosas —como el sida—, entre otras calamidades.
En un artículo del mes de julio del presente año, en la British Medical Journal, su autor, el doctor británico Liam Farrel, inicia el tema de los riesgos de la privatización de los servicios médicos de un modo muy particular; satíricamente se remonta al futuro:
«Un día los historiadores miraron atrás y contaron cómo había una vez, en el siglo XX, cuando las personas se cuidaban entre ellas. Pero en cierto momento el mundo fue más que una jungla —lleno de monstruos que surgían en todas partes para golpearnos, donde el fuerte prosperaba y el débil era devorado».
Más adelante el médico declara crudezas sobre lo que encarna la Medicina privatizada: el paciente deja de serlo para convertirse en cliente; el propósito de los «médicos» sería entonces generar ganancias, y por lo tanto, no espere la curación (mucho menos la prevención), pues esos resultados reducirían los ingresos.
La salud en este escenario, según el doctor Farrel, se vuelve mercancía. La enfermedad es vista como una línea de productos; y los «doctores», como personal de ventas. Para ese universo las personas viejas, los enfermos mentales y crónicos —añadiríamos igualmente los desempleados y los pobres— son inconvenientes para los servicios que se brindan.
Otro trabajo interesante, escrito por Richard Horton el 20 de julio de este año, se hilvana como parte del tema que tratamos en estas líneas. El autor es columnista de la revista científica norteamericana The Lancet, y toma a Cuba como punto de referencia; un ejemplo a seguir.
Él señala cómo nuestra nación fue la primera en América Latina que implementó un sistema «comprensivo» de Atención primaria de salud.
Richard concluye su columna con ideas que ponderan el valor de la Medicina social sobre las corrientes privatizadoras de la sanidad al destacar —basado en el ejemplo cubano—: es tiempo de mirar otra vez por qué la cobertura universal de salud es la fuerza más poderosa para alcanzar la dignidad y la equidad entre los Hombres.
No es fortuito que en Cuba se haya tomado una decisión que apuntó al corazón mismo de los seres humanos. El 1ro. de agosto de 1961, hace ya más de diez lustros, se promulgó una ley para nacionalizar las clínicas privadas y mutualistas, e incorporarlas al Ministerio de Salud Pública como organismo rector de todas las actividades de salud del país.
Ese día la Revolución sumó, ante los ojos del mundo, otra prueba de su vocación por proteger uno de los derechos más importantes del Hombre: la salud. Desde entonces, esa voluntad ha marcado grandes y pequeñas decisiones, en una trayectoria no negociable en su esencia. Así el mundo se transforme en jungla, aquí seguiremos siendo tercos defensores de la medicina social.