Veo el viejo ataúd de plomo —abierto y reemplazado por uno de madera hace tres años en el Panteón Nacional—, algunas partículas de su cuerpo dentro de las vitrinas de cristal, las botas que usó en campañas admirables… y no dejo de pensar que ese hombre, todavía es, en ciertas porciones de su vida, un desconocido.
Entro a las escenas de su infancia, por ejemplo, y lo miro huérfano de padre y madre con tan solo nueve años. E imagino la angustia que significó verse solo en el mundo tutorado por un tío tiránico que le hablaba sin ternura y sin apego. No en balde se escapó de su lado, antes de los 12, como las criaturas rebeldes que no soportan reprensiones duras.
Lo encuentro travieso, cual centella infantil que explotaba en desobediencias repetidas. Dicen, al respecto, que uno de sus tutores lo llamó «barrilito de pólvora» y él replicó: «¡Huya, porque puedo quemarlo!». Y que un sacerdote lo conminó a cerrar los labios mientras comía y él dejó de probar el guiso durante buen rato hasta provocar la pregunta; entonces respondió vengándose: «No puedo comer si no abro la boca».
Miro las pinturas-retrato que le dedicaron antes, colgadas ahora en el museo, y comprendo que los cuerpos en muchas ocasiones son inversamente proporcionales a las almas. Él no tenía longitudes para llamarse grande y, sin embargo, fue de los más colosales de la Tierra.
Grandeza no solo por capitanear, desde su pequeñez física, ejércitos que liberaron enormes masas de suelo y de pueblos; o por magullarse la piel de tanto galope entre espadas; o por hacerse caudillo principal entre jefes fieros. Grandeza, sobre todo, por saber construir, ante cada dificultad, un sueño ilimitado.
Qué azares de ese hombre que siendo huérfano temprano, enviudó también adelantadamente, a los 19 años. Supo de traiciones, de naciones formadas en el arrebato guerrero que terminaron despedazadas, de repúblicas que se deshelaron antes de tiempo. Y aún con todo eso logró empezar una y otra vez sobre los fracasos de la vida o la política.
Podía haberse decepcionado pronto del mundo o del amor; pero hizo todo lo contrario: se cobijó de esperanzas, de aspiraciones o de amoríos, como los de Manuelita, quien —según narran— cierta vez le arañó con tal saña el cuerpo, en una llamarada de celos, que los soldados creyeron había sido un atentado enemigo. Se cobijó en las lecciones de maestros como Andrés Bello o Simón Rodríguez para trazar con esas un atajuelo hacia las virtudes.
Observo ahora su nombre completo en una pared del museo bolivariano de Caracas (contiguo a su casa natal) Simón José Antonio de la Santísima Trinidad y Palacios Ponte- Andrade y Blanco, y reafirmo que a los héroes de carne y hueso no necesitan muchos epítetos porque gravitan en la historia con pocas sílabas, las que les depara el destino.
Lo observo con los pulmones desechos, las llagas en el cuerpo, los intestinos en disfunción en su lecho de muerte, con solo 47 años, y leo una frase suya cercana: «necesito con mucha urgencia de un médico y de ponerme en curación formal para no salir tan pronto de este mundo» y calculo las impotencias o los dolores de los hombres, pequeños o gigantes, cuando están al apagarse biológicamente.
Escucho las explicaciones emocionadas, llenas de ardor y pasión de los guías patrimoniales Marcos y Fany, quienes no rebasan los 25 años, y comprendo que ese ser humano —más allá de generalatos o victorias brillantes— está vivo dentro de ellos, de la generación crecida con los cantos libertarios de Hugo Chávez; que Bolívar no nació solo aquel 24 de julio de 1783 en la Caracas que no rebasaba los 45 000 habitantes; que volvió a germinar otras veces por encima de laberintos, odios, desconocimientos y de dificultades. Y que esta vez no podrá extinguirse nunca.