Sentado frente a la tele madrugada adentro, miraba la última saga fílmica inspirada en la obra de Homero y me detenía en el rostro de Helena, interrogándolo lunar por lunar, preguntándome si aquella belleza valía diez años de guerra —hasta con dioses muy serios involucrados— y si su recuerdo merecía los versos enormes de la Ilíada y los cientos de miles de fotogramas que el cine ha dedicado a una historia que arrancó como si nada, cuando Paris pidió a la joven casada: «¡Ven conmigo!», y ella accedió.
El resto se conoce: asedio, tensiones, combates, la cólera de un guerrero de malas pulgas —el único, realmente, al que no se debía incomodar—, el desgaste... hasta que un caballo de madera burló el muro y cayó Troya, la ciudad invencible, aparentemente al menos por causa de una mujer.
Claro que el asunto no acabó ahí. Muchos siglos después, en un frío reino, cierta madrastra exigía a su espejo mágico que se conectara on line y que, en búsqueda que dejaría pálido a Google, determinara quién era la más bella. Todo fue bien hasta que apareció en pantalla aquella muchachita de hemoglobínicos cachetes que uno, mal pensado como es, sospecha que fue a dar a casa de los enanos como posible donante de sangre, dado el trabajo extenuante y la mala dieta de los siete pequeños buscadores de diamantes. Si después vino un príncipe y en el último momento los malos recibieron lo suyo, si Blancanieves recuperó su herencia y todos fueron felices, no podemos molestarnos: se sabe que entonces no había telenovelas, y de algo la gente tenía que dormir.
La Bestia, un señor por alguna razón así llamado, dio con una muchacha de beldad terapéutica que consiguió, al primer beso, algo que en reiterados intentos muchas fallan en nuestros días: borrar lo feo, lo áspero, lo violento de sus parejas. Esta damisela de apariencia frágil logró otra cosa no menos milagrosa para el mundo en que vivimos: devolver la vida a disímiles cubiertos en desuso.
En efecto, hoy no es muy diferente. Los gurúes de la moda, los editores de revistas del corazón (y de su estuche), los directores de cine y los millonarios que desean atractiva representación, se la pasan tras la pista de las bonitas. Algunos, los más impacientes, terminan cortando y pegando en el Photoshop lo que por sí sola no pudo hacer la genética en el cuerpo de ellas.
¡Oh, la más bella...! También yo he sucumbido a la pesquisa y alguna vez creí tener la pista. Ahora mismo pudiera dar un nombre, pero no quiero contradecir a otros exploradores.
La diana de esta búsqueda depende de la flecha; esto es, de los ojos que indaguen. Así, desde inicios del tiempo cada hombre creyó tener al lado o a tiro de sus ojos a la Ella Suprema, la musa insuperable. Y no es cosa prudente, ni segura misión, ponerse a desmentirlo.
Si de tanto soñarla muchos imaginan a la Bella, diamante sin diamantes, en el Cielo, los dioses mitológicos, tan fuertes, tan sabios y tan dioses, a menudo bajaron hasta aquí buscando compañeras. El mismo Zeus hizo incursiones que trascendieron en seres intermedios.
Hay un detalle técnico que frena el resultado. La belleza mayor es muy «mediterránea»: no está afuera en la costa; reside tierra adentro. No puede fotografiarse ni nadie la ha filmado. Recuerden: de la Gioconda lo que más seduce aun son sus misterios: no el pelo ni la piel, no el torso ni los ojos; la sonrisa y no el labio, cien ideas en la sien, no la sien sin ideas.
El viaje más hondo por ella es el que enrumba la proa, en rojo mar, al corazón de una u otra. Lo más bello en la bella es que invite a zarpar, aunque inspire la guerra.