Alguien dijo que el secreto de la felicidad no estriba en tener todo lo que uno quiere, sino en amar lo que se posee. Pensaba en ello mientras daba vueltas en mi mente una preocupación: maestros nos faltan —aún no hemos solucionado el problema de contar con todos los que necesitamos—, pero tenemos maestros y buenos maestros. A esos hay que cuidarlos e incluso llegar a amarlos.
Diversas y abarcadoras han sido las miradas al tema de la selección, preparación y atención que los docentes deben recibir, pero en algunas cuestiones quizá no se ha hecho tanto énfasis y también repercuten en los resultados y la calidad de la labor del pedagogo.
Una experimentada maestra de primaria me reveló recientemente que se sentía muy nerviosa ante las «visitas» que le realizaban a sus clases. Después de años, notó que esa situación le afectaba la salud y decidió jubilarse.
La directora de su escuela me corroboró lo planteado por la docente: a la escuela llegan muchos «visitantes» por motivos disímiles. Algunos vienen a atender aspectos muy específicos —como la producción que debe obtener el huerto escolar— en un proceso con tantas aristas como el docente-educativo, en el centro del cual están los preceptores. Se tiene conciencia de que las instituciones del Ministerio de Educación han hecho esfuerzos para que cada vez sean más objetivas e integrales las visitas a las escuelas, pero no siempre se alcanzan las expectativas.
La supervisión educacional, unida al asesoramiento, garantiza que el proceso docente-educativo se desarrolle eficientemente. Por ello también vale preguntarse si a todos los maestros hay que supervisarlos de igual modo (la maestra de este caso tenía más de 40 años ejerciendo la profesión, y visitarle una clase suponía un acto de disfrute y aprendizaje).
Por carencias, improvisaciones u otras razones, no siempre el visitante está a la altura de la preparación que posee el visitado y surgen incomprensiones con la actuación del maestro por no ajustarse a determinadas normas preconcebidas, las cuales pueden no tener en cuenta la experiencia, iniciativa y ajuste a las condiciones del contexto en que se desarrolla la actividad docente.
La necesidad de cuidar a los maestros demanda además pasos concretos de otros importantes actores. En diciembre, por ejemplo, se celebra la Jornada del Educador. Una de las atenciones que se tributa a los maestros en esa ocasión parte de la familia y de los estudiantes, y consiste en complementar el reconocimiento con la entrega de regalos.
Para algunos este tipo de iniciativa entraña un verdadero dolor de cabeza, especialmente cuando el núcleo familiar está integrado por varios escolares. Algunas personas disfrutan de mayores posibilidades económicas y deciden hacer regalos a título personal —suntuosos en ciertos casos—, lo que va en contra de la colectividad y pone en difícil situación al maestro al cual se dirige.
Hay quienes piensan que ese paso es suficiente para cuidar al maestro. Cierto es que dicha jornada se enmarca en una fecha, pero se debe homenajear a diario a quienes educan, en primer lugar mostrando respeto.
Dadas las características de nuestra sociedad, en que todo el mundo se supera de algún modo, puede suceder que un padre, madre o representante del menor aventaje en algún área del conocimiento al novel maestro que le ha tocado al escolar, y puede ayudarlo en lugar de cuestionar su autoridad.
¿Por qué un médico no puede asesorar al maestro de su hijo en el funcionamiento del aparato reproductor, para mejor llevar a cabo sus clases de Educación Sexual?, ¿por qué un ingeniero no puede prestarle un texto actualizado para que desarrolle con más profundidad las clases de Educación Laboral? Esta conjunción con los maestros, como la atención diferenciada que debe darse al bisoño y al experimentado, son también modos de cuidarlos y amarlos.
*Profesor de la Universidad de Ciencias Pedagógicas Juan Marinello, de Matanzas