Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El pizarrón de la añoranza

Autor:

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

Aquel pizarrón viejo era una tentación, un llamado a la maldad. Su apariencia nos asustaba como si fuese un grito público. Medio solo, abandonado a una suerte imprevista, casi sin bordes, bastante magullado por sus orillas, con un verde arrepentido y pálido de fondo que desesperanzaba a cualquiera.

Seguramente tuvo su historia dentro de un aula, pero un buen día, para su desventura, alguien decidió convertir el vetusto cartón en un mural, y colocarlo en un sitio visible de la escuela, con la finalidad de que sirviera de «anunciante» o fuera, como muchas veces ocurre, un aguantón caricaturesco de cuanta frase, información desactualizada, plegable, imagen de revistas y periódicos viejos...

Nunca se supieron las razones, pero el pretendido mural fue mural, con todas las de la ley, solo por unas semanas. Hasta aquella intención primera de tenerlo bien al día, con lo que pasaba grupo por grupo, y de maquillarlo «bonito» —desde luego, sin que faltara su poquito de ridículo— también se largó rápidamente a bolina.

Por H o por B, la dejadez sobre aquella superficie se transmutó enseguida en una especie de nicho especial para que la creatividad chivadora y colectiva de quienes éramos por entonces —una tropa bastante animada de muchachones de preuniversitario— se lanzara a hacer de las suyas.

Casi todas las noches un atrevido iba silencioso hasta el lugar y cambiaba la parte intermedia del enunciado que, escrito con tiza, decía: «el que crea que... que marque con una cruz». Figúrese usted, eran tan provocadores los cuestionarios que al otro día no cabía en la desvencijada lámina un rayón más.

Podrá imaginar cuántas barbaridades, jocosas unas, medio ofensivas otras, llegaron a preguntarse allí que, al enterarse los profesores más pintorescos —en su mayoría sujetos de nuestras interrogaciones— le propusieron airados a la dirección del centro restablecer el orden «muralesco» en la pizarra, o simplemente retirarla para evitar males mayores.

Con cierta nostalgia sobre los hombros, hace pocos días resonó otra vez en mi memoria este episodio medio ocurrente, cuando, a casi una década de habernos graduado del bachillerato, en el inicio de un año que siempre promete sorpresas, nos reunimos, a modo de encuentro informal, añorando las presiones por el cinco o el cien, muchos de aquella generación ya crecida y dispersa.

De veras que me alegró vernos de vuelta, como camino al aula, con la uniformidad «rebelde» de la beca y los temores zigzagueantes de la edad a cuestas, sin que ahora la blanca bata del médico, la destreza del ingeniero o la palabra del periodista enervara el sabor desprejuiciado, cómodo y picantón de lo vivido.

Allí se evocaron los pocos días del agua, y los muchos sin ella, las colas interminables en la bien llamada «Milagrosa», aquella llavecita algo mágica que en épocas de escasez hídrica, entonces muy frecuentes en el villaclareño preuniversitario vocacional de Ciencias Exactas Ernesto Guevara, se resistía a dejar de gotear para llenarnos con su santa calma el tanque y el cubo.

«¿Recuerdas aquella noche en que...? Muchacho, si a mí no se me olvida cuando me cogieron... Pero hijo, ¿quién iba a echar de menos a la trigueña del grupo 5 que tocaba guitarra a deshora en cualquier pasillo? Caramba, ¿cómo se llamaba aquel profe de Geografía muy hablador él, y la de Química que por llegar tarde a su clase casi me desaprueba una vez?».

Todos los que fuimos, los que tenemos ya algunas canas y los de pelo negro todavía, de nuevo nos figuramos formados en nuestra plaza-parqueo, sirviendo de cortina rompevientos. Todos, hasta los que faltaron o mandaron a decir que no podían estar, le marcaron en el implacable pizarrón del tiempo su cruz a la añoranza.

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