Un pasillo del Vedado fue el único testigo de mi primer beso. En Embil, un barriecito discreto del municipio de Boyeros, aprendí cómo se hace una chivichana de choque; y participé en el más grande combate de tirachapas registrado en la memoria de la zona. Víbora Park me presentó a mi primera novia —o mi primera relación seria, no sé cómo se dice ahora—; Guanabacoa ha sido el refugio de mis apuros universitarios. A estas alturas, nadie puede dudar de mi lealtad a La Habana.
La capital no es solo el espacio que habito. A veces me empeño horas enteras en desandar una calle, cazando historias, escudriñando los espacios más íntimos, y no hay resultado. Sin embargo, otros días, realidad y fabulación se funden donde antes no hubo nada extraordinario; esos días, las leyendas toman cuerpo y salen al paso disfrazadas de cosas y gentes para secuestrar la atención.
Parece azar y quizá lo sea. Pero he llegado a creer que pueden convivir muchas ciudades en un mismo espacio geográfico, aunque ningún mapa las registre. Es más, casi tengo la certeza de que cada habitante de la urbe lleva consigo un montón de Habanas pequeñitas, particulares, irrepetibles; y que desde dentro pelean todas para figurar en las sensaciones de los días.
Esa idea me tiene inquieto. De ratificarse mi sospecha, es posible que esté sufriendo alguna anomalía con mis suburbios chiquitos: como si unas cuantas Habanas con cierto aire lúgubre hubieran acordado superponerse sobre las otras y llevaran una lamentable ventaja en el intento.
Por eso —imagino— choco cada vez más con el profesor maleducado, el padre inmaduro, el funcionario público indolente, el artista vacío, el administrador tramposo, el jovencito indiferente, el impostor, el decepcionado de todo… Y conmigo. También yo me sorprendo, a veces, en ese mar de Habanas.
Cuando eso pasa, solo se me ocurre bracear para volver a la superficie y mantenerme a salvo. Pero es difícil. Una catástrofe o un drama excepcional no diseminan tanto la miseria humana como esta serie de pequeñas afrentas que entristecen lo cotidiano.
Como salvavidas, aparecen las otras ciudades que me habitan: la de mi madre y los buenos amigos, la de los recuerdos, la de los detalles solidarios y los buenos gestos, la de buscarme un día tras otro y no dejar que la apatía y el desánimo me roben el alma… Y la de toda esa gente que no abandona sus sueños, por más que cueste llevar frijoles a la mesa.
Misteriosamente, esas pequeñas Habanas arrinconadas tienen una insondable habilidad para sorprender y aliviar al alma. Quizá por eso me anime de vez en cuando a insuflarles un poco de aire nuevo.
Sé que si algún día desaparecen, no servirá de nada echarle la culpa a otro.