Las brochas deben guardar todavía la humedad de sus últimas mojadas y con razón la gente, al pasar frente al vetusto local, se pregunta si el color fue en un principio blanco ambarino o amarillo arrepentido. La fachada del viejo edificio luce ahora una despintada tonalidad. De arriba a abajo parecen decorados especiales las gotas chorreadas, y de un lado a otro relumbran algunos trazos desproporcionados de alguien que apenas se dispuso a tirar la mano al descuido.
No lejos de este lugar, meses atrás el contén de un céntrico parquecito fue reconstruido y acicalado solo en su justa mitad, pues la otra parte, a fuerza de un inexplicable equilibrio geométrico, se tuvo que conformar con seguir siendo un muro viejo, al que acompañan unos asientos descoloridos y en su mayoría rotos.
Continuando la marcha calle abajo, a unas cuadras de allí podrá notar un cartel que, al unirse con otro colindante, genera una duda bastante simpática por la ausencia de una tilde que le ha dado valor a un si condicional. De modo que con esa ortografía algo desecha, «aquí si se puede, el cliente tiene la razón».
Casi al lado, con solo levantar la vista se advierte, gracias al laboreo de un cerrajero cuentapropista, un rótulo de amplias dimensiones en el que el término bronce —quién quita que se trate de otro metal— ha mutado su «c» característica por una «s» retumbante.
Por cuestiones de trabajo hace días visité también una cafetería recién remozada, con vasos relucientes y manteles de etiqueta. Después de enseñarnos la carta y hacernos saber con insistencia que todo marchaba «bien, bien, perfecto, sin problemas hasta el momento», el administrador reparó en lo que, a su modo de ver, era el único inconveniente, más bien un simple detalle: «No tenemos ninguna dificultad, solo que todavía no estamos vendiendo café». Y ahí vinieron entonces algunas justificaciones, medianamente injustificables todas.
Ayúdeme usted, lector: ¿acaso es razonable que una cafetería, aun cuando tenga otras ofertas muy bien aceptadas, reabra sus puertas sin ese producto insigne de la carta que se sugiere desde su propio nombre? ¿Cómo pudiera considerarse eso mejor: una falta de previsión o un gesto chapucero?
¿A qué obedece que el contén de un parque, cuyo arreglo no necesita de muchos recursos, se remoce por un solo lado, y en su otra esquina la yerba crecida y la falta de una lechada de cal contribuya a que persista el mal gusto a los ojos de todos?
¿Por qué permitirnos que las paredes de no pocos inmuebles estatales trasluzcan una imagen desentonada, mustia, que se traduce al mismo tiempo en que da lo mismo que se pinte como se pinte, o que no estén pintadas? Cualquiera pudiera pensar que en sus diferentes gradaciones la chapucería, al igual que las obras que se restauran, lleva consigo alguna gestión planificada.
Pero lo más paralizante del asunto aflora cuando se sospecha, sin grandes miramientos, que ese estado de inercia desfachatada viene afincándose como dejadez del pensamiento colectivo, a despecho de ese sentido rectificador y bien armonizado que debiera sostenerlo.
En su épica de hoy, llamada a la transformación y la búsqueda de nuevas prácticas, en su diversidad de formas, estilos y gente, Cuba no puede soslayar el intento de contemplarse siempre desde una pulcritud que rebase las buenas intenciones, sin perezas castradoras a su alrededor, haciendo valer el contenido y la forma como identidad de una misma y conveniente expresión.