«Se lanza un ángel de la altura,/ caída libre que da frío./ La orden de su jefatura/ es descender hasta Dos Ríos./ Es diecinueve y también mayo:/ Monte de Espuma y Madre Sierra,/ cuando otro ángel, a caballo,/ cae con los pobres de la Tierra». Silvio Rodríguez, Cita con ángeles
Es sabido que la historia humana se escribe con sangre. Del alma o de las venas. Aquel aciago mediodía del 19 de mayo de 1895, el «balazo final que venía silbando desde la carta a Collazo»1 había llegado a su destino: el cuerpo donde había encarnado el verbo, la palabra de Cuba. Muerto el hombre, aún nos quedó su verbo: la palabra luminosa, y eso fue suficiente para alumbrar los destinos de un pueblo que, en la búsqueda incesante de «toda la justicia» para sí y para los demás, habría de crecer en los próximos cien años como no creció nunca en los cuatro siglos anteriores.
Cayó aquel que fue Apóstol de su propia verdad, de cara al sol, cuando recién comenzaba a desplegar sus alas el «águila de luz» que traía en la coraza que le vestía el pecho; y cuando apenas empezaba a desbrozarse el camino que, una vez expulsada España de Cuba, abriría las puertas para erigir, en el crucero del mundo, la República Moral que concibió tomando para ella lo mejor de todos los modelos a su alcance, pero conservando la originalidad salvadora y la ventaja que le daba la experiencia adquirida en otras repúblicas, pequeñas y grandes, donde, en unas, la mano de la colonia se les había venido encima «disfrazada con el guante de la república», y en otras, el amor excesivo a una riqueza material egoísta e injusta había trocado el cetro de la libertad en cepo liberticida.
Llamó así a su república porque sabía que en la sociedad humana no puede perdurar una revolución social, ni económica, ni política, si no tiene como sostén más sólido y definitivo la revolución moral que forja a sus defensores y sus beneficiarios en la fuerza que da la «fe en el mejoramiento humano, en la vida futura y en la utilidad de la virtud». «Seamos honrados, cueste lo que cueste, después seremos ricos», había dicho en sus discursos fundadores aquel hombre lúcido y previsor que reconocía, por un lado, que «en pueblos como en hombres la vida se cimenta sobre la satisfacción de las necesidades materiales», y al propio tiempo alerta por el otro, apelando una vez más a su teoría del equilibrio, que «importa poco llenar de trigo los graneros si se desfigura, enturbia y desgrana el carácter nacional. Los pueblos no viven a la larga por el trigo sino por el carácter». Así invita a los hombres y mujeres de buena voluntad a sumarse a su causa que no sería jamás la del odio, que «no construye», sino la del amor, que «engendra melodías».
Para dar una categoría más elevada a la condición humana, aquel a quien Gabriela Mistral definiera como «el hombre más puro de la raza» le creó, entre otras, una palabra más a la ya poderosa lengua de Cervantes: «homagno», es decir, «hombre magno», que sería superior por su capacidad de mejorarse en el servicio de la justicia y del bien a los demás. Y de este hombre superior él fue, a la vez, el escultor y el modelo.
La clave de su éxito ha estado en que su paradigma no se aleja del común de los mortales hacia las imposibles regiones de los héroes mitológicos, sino que se queda a habitar entre ellos, pero en una dimensión distinta cuya puerta de entrada es la cotidiana capacidad de sacrificio en bien de los demás, lo cual convierte a la criatura biológica que somos en un ser esencialmente humano. «El genio no puede salvarse en la tierra si no asciende a la suprema dicha de la humildad». Esta es su tesis al respecto, en apariencias contradictoria para el sentido común, que es el menos común de los sentidos, pero en esencia visionaria y definitiva. Por eso coincido con el maestro Cintio Vitier cuando, refiriéndose a Bolívar y a Martí, habló de «…estos hombres que no tenemos que mitologizar ni humanizar, porque su humanidad fue su mitología y son ellos los que en todo caso pueden humanizarnos…».2
De mirar en las esencias humanas se ha vuelto intemporal. Si su cuerpo físico existió apenas 42 años en la segunda mitad del siglo XIX, su pensamiento ha quedado suspendido sobre la raza de los hombres como guía e inspiración, pues la naturaleza humana no ha cambiado. De ahí que no sería justo hablar de sus ideas en pasado, sino, sobre todo, en futuro, aunque de su muerte biológica, amargamente prematura, podamos transcribir hoy estas mismas dolorosas palabras vertidas por él con motivo de la muerte de otro grande: el venezolano Cecilio Acosta, y se verá cuán legítimamente se le ajustan: «Ha muerto un justo (…). Llorarlo fuera poco. Estudiar sus virtudes e imitarlas es el único homenaje grato a las grandes naturalezas y digno de ellas. Trabajó en hacer hombres; se le dará gozo con serlo. ¡Qué desconsuelo ver morir, en lo más recio de la faena, a tan gran trabajador! (…) Pudo pasearse, como quien pasea con lo propio, con túnica de apóstol. Los que le vieron en vida le veneran; los que asistieron a su muerte, se estremecen. Su patria, como su hija, debe estar sin consuelo; grande ha sido la amargura de los extraños; grande ha de ser la suya. ¡Y cuando él alzó el vuelo, tenía limpias las alas!».3
1 Cintio Vitier. Vida y Obra del Apóstol José Martí. Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2006. Página, 310.
2 Ídem, p. 317.
3 José Martí. Cecilio Acosta. En Obras Escogidas en tres tomos. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2002. Tomo I, páginas 240 y 251