Un individuo o una sociedad con la voluntad lastrada son como la inopia, a expensas de lo que venga. Por eso es preciso labrarla, tallarla como artesanos, cual hermosa y distinguida pieza del ardor y la consecuencia humanas.
Pero de ahí a dejar que la voluntad se trastoque en voluntarismo; apostar a que las potencias espirituales dominen cualquier tipo de «razón», y por supuesto razonamiento, puede derivarnos hacia un camino tan escabroso como indeseable.
El voluntarismo puede impulsar tantas cosas como las que deforma. Eso lo hemos aprendido los cubanos por chocar infinidad de veces con sus piedras.
Ya en otro espacio apunté que la terca persistencia del fenómeno en nuestra sociedad lo convirtió en un «monstrico» clonado, más feo mientras más recurrente, y dañino; aunque el proyecto transformador en marcha en el país abre oportunidades a su contención.
No faltan quienes se cuestionan por qué un cuerpo tan especialmente estructurado como el de la sociedad cubana, deja en ocasiones tantos vacíos inexplicables. Y una respuesta está en que hemos querido a veces, sin intención malsana alguna, con los mejores sueños y propósitos, violentar el origen natural de las cosas. Las quisimos dibujar o configurar como queríamos, y en el tiempo en que queríamos, y no como definitivamente debían ser.
El objetivo actual de «recampesinar» los campos de la nación, devolviendo esta figura a la esencia de nuestra tradición agraria, es una forma de deslindarnos de semejantes comportamientos.
Ya en alguna oportunidad, tras el anuncio del Decreto Ley 259, recordé que la Revolución que tuvo entre sus inspiraciones justicieras la conquista de la tierra, y entre sus más ardorosos soldados a los labriegos, se debate aún hoy para encontrar el equilibrio entre la voluntad modernizadora, el modelo económico y su tradición agraria, inseparable del campesino y la heredad de la finca.
También nos regresa a un tipo de evolución original la certera política de ubicar el cuentapropismo y el cooperativismo en la naturaleza misma de nuestra economía. Es como si regresáramos a su hilo de siglos el agua de un río. Con un cauce labrado a su naturaleza, sin necesidad de extrañas intervenciones.
Con demasiada frecuencia se escucha la urgencia de despojarse del «eventismo», de encontrar un camino más natural, perdurable y duradero para el vigor y la expansión de los proyectos y las estructuras políticas y económicas del país.
Tal vez debía aceptarse mejor que lo «eventual», aunque no siempre casual o fortuito, es contingente, ocasional, esporádico, aleatorio; tiene muy poco de eso que tanto demandamos en esta Isla: la existencia de «fijador».
El verticalismo, ese mal nuestro de tantas ramificaciones, es también una sombra posada sobre la sustancia del funcionamiento nacional en los más diversos campos.
Podría incluso agregarse el «institucionalismo» —subversión de la certera y necesaria institucionalidad— que no es más que la dependencia de lo que viene y se organiza de arriba, cuando el estado natural debería ser el de la horizontalidad; proyectos nacidos y defendidos desde la base que encuentran su apoyo en la superestructura.
Las instituciones, y su categoría superior, la institucionalidad, son ineludibles, aunque nunca debería interpretarse como sinónimo de anulación de lo de abajo, sino de su exaltación.
Como he referido, tal vez la única forma de deshacernos de ese «monstrico» clonado del voluntarismo sería extender la voluntad de involucrar. Para que la voluntad alcance su verdadero y sublime estado de libertad.