Hace poco, en una oficina pública, sonó el timbre del teléfono y la persona que me atendía respondió. Resultó penoso oír el diálogo. Y aunque uno se enteraba de cuanto decía una de las partes, podía suponer qué decía la otra. Esta historia se resume simplemente en pocas palabras: el superior demandaba de su subordinada ciertas explicaciones. Y el tono de las exigencias me llegó cuando de este lado, la compañera le dijo: Escuche antes de juzgarme, y no me grite. Soy una persona, tan profesional como usted y, sobre todo, mujer…
Había sido, por supuesto, testigo involuntario de un acto recurrente en nuestra sociedad, y recurrente también en esta columna. Recuerdo, así, de pronto, cuando me referí a que la autoridad no es más fuerte, ni respetable, porque se vista de hierro fundido. Más bien, su rasgo característico es la competencia y la ejemplaridad moral. El grito, el irrespeto, el poner, como se dice en cubano, los pantalones sobre la mesa, es la mayor prueba de incapacidad para ejercer una responsabilidad con autoridad.
Volvemos, por tanto, a empalmarnos con el tema del viernes pasado cuando comentábamos el ejercicio de la responsabilidad con autoridad. Es decir, sin que el tutelaje o las limitaciones enrarecieran el trabajo de quien poseía la autoridad moral o profesional para ejercer cuanto le competía. No quisiera que se viera en este texto una lección de cómo dirigir. Más bien, pretendo sugerir cómo la mentalidad predominante entre nosotros también se apoya más en el rango que en la jerarquía, o en situación contraria, en un concepto jerárquico similar al del rango. Hagamos, me parece, un enfoque menos literal. Y convirtamos a la jerarquía en un grado fundado en los valores éticos e intelectuales. Es decir, quien ordena, decide, controla, por mínimo que sea el puesto o la categoría económica o política, ha de ser acatado y respetado sobre todo por su competencia para ocupar esa posición y no por su rango en la escala. Y si a veces uno puede ser testigo, u objeto, de la escena con que empecé esta nota, es porque pretendemos rellenar la falta de valores y saberes con fórmulas que, en vez de convencer, mover, incluso, conmover, suscitan reacciones opuestas.
Nuestra experiencia cotidiana da lecciones para que el equívoco no siga entorpeciendo las relaciones laborales o de otra índole. Se busca la fidelidad al nombrar a este o aquel para una función. Pero la fidelidad incluye diversas variantes. ¿Fiel si no sabes orientar sino a gritos? ¿Fiel si no sabes debatir sino golpeando la mesa? ¿Fiel si te quedas detrás cuando los demás van delante? ¿Fiel si no sabes distinguir la diversidad y las diferencias entre tus subordinados y compañeros?
La mentalidad, recordemos, suele formarse sobre determinada base. En todo acto humano, creo saber, habrá además de un factor subjetivo una base circunstancial, un orden que facilitará esta actitud o la proscribirá. No niego la herencia del carácter nacional. Cuba se armó en una olla de agua hirviendo, entre la corrupción del colonialismo y la humillación del neocolonialismo. A pesar de los esfuerzos políticos de líderes como Varela, Juan Gualberto Gómez, Martí —estímulos y desafíos de nuestra ética—, la independencia hubo que conquistarla con violencia. Y teniendo en cuenta esas verdades resabidas, Enrique José Varona, filósofo y pedagogo, dijo en uno de sus pensamientos recogidos en Con el eslabón que a principios de la república no había nadie más parecido al rey Felipe Segundo que un cubano con uniforme.
Con estos juicios no señalo a uno u otro en particular. Me refiero a nuestra tendencia. También yo, injustamente, levanto a ratos la voz a quien debo hablar bajito, lleno de gratitud y pedirle de favor cuanto me corresponde. En fin, es nuestra mentalidad definida por múltiples y contrapuestos ingredientes. Habría también que incluir toda la capacidad solidaria de quien, incluso, hoy grita y mañana es capaz de morir en una acción favorable a la colectividad. Que el equilibrio, pues, nos guíe. Y nos ayude a establecer un distingo entre la fuerza y el derecho. Entre el que lo merece y el más digno de merecerlo.