Desde que el 16 de mayo de 1929 se realizó la primera entrega de los rimbombantes premios Óscar, la estatuilla devino símbolo de maestría y consagración cinematográficas a escala global. Lamentablemente, muchos elementos ajenos al séptimo arte inciden en las decisiones de cada jurado a la hora de entregar las estatuillas, y resulta conocida la polémica acerca de su valor como concurso auténtico, pues no pocas sombras acechan alrededor de la premiación como expresión de mercantilismo y consumismo.
Amén de las deudas que aún tiene con gran parte de la realidad de nuestras sociedades, lo cierto es que sobra la calidad, trascendencia y prestigio en muchas de sus ediciones y, sobre todo, en sus premiados. Quizá por ello, y llamados por esa gloria de la gran pantalla que todos soñamos de pequeños, muchos de los principales exponentes futbolísticos (tan o más seguidos que los Óscar) persisten en ganarse uno de esos premios.
No es secreto que el fútbol es un deporte de contactos bien «sonados y sentidos». A menudo las entradas fuertes causan lesiones serias, por lo que muchos jugadores deben andar con «el botiquín» a cuestas, solo por precaución.
Sin embargo, algunos se empeñan en hacer de la cancha de juego un estudio de filmación. Entonces transforman leves toquecitos en «hachazos» épicos y a menudo convencen a los árbitros de su condición de víctimas, cuando en realidad lloran con un ojo cerrado y el otro abierto para incorporarse una vez concedida la sanción, como si el dolor desapareciera con un guiño.
En todo este rejuego bien armado del proscenio futbolístico participan atletas, entrenadores y hasta dueños de algunos clubes, pues a menudo la expulsión de un hombre por «atentado in situ» determina el rumbo de un encuentro. En esas tomas espectaculares se empeñan no pocos jugadores de primer nivel mundial, y a menudo parecen hasta ensayadas.
Casi siempre después de montar la escena, el resto del equipo exige la tarjeta roja para inclinar la balanza y acelerar la caída del telón. A veces hasta los «besos» terminan siendo faltas, siempre y cuando la actuación resulte conmovedora.
Entonces, ¿dónde está la ética deportiva y personal? ¿Seguirá primando la concepción de ganar a toda costa sin que importen el engaño, la simulación y la mentira?
Parecería este un tema trivial en medio de tantas convulsiones que hoy sacuden el mundo. Pero, ¿qué ejemplo le están dando a los millones de jóvenes que siguen el fútbol, los mismos en quienes el mundo coloca sus mejores esperanzas?
Pocos fenómenos son tan seguidos y demandados como los espectáculos deportivos. Son espejo en el que se miran constantemente nuestros niños. Su reflejo forma o distorsiona, cura o envilece, construye o acaba. No podemos pecar de ingenuos y pensar que lo sucedido en una cancha no trasciende en forma alguna a otros planos de nuestras realidades.
Con estos simulacros solo se mancha al deporte y se le convierte en un acto burdo que alimenta a sus detractores.
Actualmente impera en el mundo el discurso de fair play (juego limpio). Se aplaude a los equipos que, en ese sentido, dejan mejor impresión en el terreno. Sin embargo, falta crear conciencia sobre el fenómeno de la simulación en los contactos, para hacer más transparente cada partido y por encima de todo educar a las generaciones venideras en una cultura de sana competencia y honestidad.
El premio que se debe buscar es el del buen juego, el respeto a la afición y a los contrarios. Nada justifica el engaño. Los futbolistas que quieran un Óscar solo tienen que migrar a Hollywood. Allí sí tendrán cabida, aunque al parecer deberán actuar mejor.