Si escribir fuera un juego: el vuelo dominical de unas barajas, el secreto alarde de unas fichas de dominó, la frente ceñuda de un ajedrez que a nadie perturbará en los finales… Si fuese un juego, qué podría cambiar en estas circunstancias en que un periodista chasquea los dedos esperando el duende que le dicte las palabras del día.
¿Por qué habré sido periodista, escritor que se dedica a recoger las incidencias que al atardecer fenecen junto con las letras que las comunicaron? Quizá, por eso mismo: para preservar los actos humanos de lo efímero, y conservarlos como palpitaciones del cosmos de la Historia. Y también para irse quedando papel a papel, palabra a palabra.
Pocos, es tonto decirlo, permanecen invulnerables al olvido. Tras tantas lecturas, y unas cuantas cuartillas escritas, ¿se llega alguna vez a orientar, dirigir la verdad de la poesía y la vida, a suponer cuál será el destino de cuanto uno ha escrito? Lo supe en la claridad filosófica de un cementerio. Fue en mi primer viaje a Camagüey, ciudad que, para quien no la haya nunca visto, discurre modernamente dentro de un cascarón de primigenia raigambre colonial: tejados bajos, aplastados, y tinajones ventrudos que memorizan en barro la escasez de agua, distintiva de la ciudad. La tradición se muestra abierta, presente, persistiendo como lo más lúcido de la historia de la antigua Puerto Príncipe, ubicada entre dos riachos lánguidos —Tínima y Hatibonico— y oscilando entre la patriótica y viril virtud de Ignacio Agramonte, héroe del cantar de gesta de la independencia; la caridad del ya Beato Padre Olallo, que lavó el cuerpo sagrado de El Mayor antes de ser traducido a cenizas, y los poemas de Nicolás Guillén.
Calles estrechas, retorcidas, como trazadas a paso de borracho, por donde ni la gente ni los vehículos parecen tener prisa, me condujeron a una calleja interior del camposanto, donde se atraviesa un pequeño hito, erigido en 1933, que exhibe uno de los epitafios más famosos de Cuba.
La tumba pertenece a la hija de un catalán y una mulata criolla. Bella y pícara, alegre y adicta al lujo, se casó con un oficial español luego de despreciar y maltratar a un joven mulato, cuyo defecto principal era el de ser barbero. Dolores Rondón quedó viuda muy pronto. Y se perdió entre los pliegues incógnitos de la pobreza, hasta fallecer de tuberculosis en 1863, en el hospital del Carmen. La leyenda cuenta que el barbero, al enterarse del destino de la mujer de sus frustraciones, se ocupó de atenderla hasta el final.
Leyenda es leyenda: la interpretación poética de los hechos sin historia. ¿Quién puso el epitafio junto a la tumba de la mujer? Dicen que el barbero. Pero también dicen que apareció en letras negras pintadas sobre una tablilla de cedro, en 1883, 20 años después de la muerte de Dolores. Y aseguran que cada vez que la madera se deterioraba, unas manos desconocidas la renovaban, hasta que el Gobierno municipal construyó el monumento. La décima —sobradamente reproducida y que he de repetir, aún sobrecogido por la impresión de mi juvenil experiencia— está en consonancia con la delicadeza espiritual de los camagüeyanos, comarca de pastores y sombreros, según Guillén: «Aquí Dolores Rondón/ finalizó su carrera/ ven mortal y considera/ las grandezas cuales son: / el orgullo y presunción, / la opulencia y el poder, /todo llega a fenecer/ pues solo se inmortaliza/ el mal que se economiza/ y el bien que se puede hacer».
Y por qué he juntado tantos nombres, tantos recuerdos aparentemente caóticos. Ah, porque tenía la obligación de escribir para que el periódico —papel que se rompe y cristaliza— recogiera, como en un almacén soterrado, a prueba de riesgos nucleares, esa sensación de caducidad que hoy, como en mi niñez, me oprime viendo el mundo pasar.