«Juventud, divino tesoro…», expresaban los adultos, sonrientes y nostálgicos, cuando hace más de una década nos veían pasar, a los de mi generación, mientras arrollábamos por el pasillo de alguna escuela o sobre alguna acera de la ciudad. Entonces me sentía leve y libre como hoja fina llevada por el viento. Y recuerdo que podía meditar sobre asuntos profundos y hasta densos, pero el ritmo de la existencia era agitado y lleno de arrestos.
Ahora, cuando soy yo quien pronuncia la frase del poeta nicaragüense Rubén Darío —y además, le agrego el verso que le sigue: «¡ya te vas para no volver!»—, recuerdo haber hecho cosas solo posibles en el verdor más estallante: tomaba té de algas y podía empatar un día con otro sin dormir, solo porque había que hablar de poetas y pensadores o de ideas urgentes; me tiraba contra los cristales de un cine para atrapar la proyección única de un filme inolvidable; subía o descendía con la «guagua andando», literalmente.
O me enredaba en una multitud temible tan solo para comprar un libro; o ascendía el Pico Turquino con casi nada de comida, sabiendo ahora que pude haber sufrido un mortal «bajón de azúcar»; o me lanzaba al mar desde ciertas rocas cuya altura hoy me resulta demencial.
Los lectores podrán preguntarse a dónde intento llegar con estas líneas donde parezco estar diciendo que lo mejor ya lo viví. Deseo poner luz, a solo horas del simbólico 4 de Abril, en la consabida y salvadora verdad según la cual es en la juventud más tierna donde habitan la fuerza cristalina, el empuje y la posibilidad de la creación, de los grandes cambios que toda sociedad necesita.
En nuestra historia sobran ejemplos de tal afirmación. En cuanta entrevista hice a hombres y mujeres grandes que podrían ser mis padres o abuelos, advertí que ellos protagonizaron actos heroicos con muy poca edad. Los muchachos de la Generación del Centenario, los que asaltaron los cuarteles de los esbirros, rondaban los 20 años —quizá solo dos tenían más de 30, y eso también era tener la vida por delante—. Y los que fueron al sur de Matanzas a defender la Patria de la invasión yanqui en 1961, eran en su gran mayoría muy jóvenes (la edad media de los caídos defendiendo su país resultó ser de 24 años, y entre ellos los hubo adolescentes, casi niños).
Igual vale recordar que quienes eran adolescentes en los años 90 del siglo pasado, tuvieron el mérito de la resistencia, de haber trabajado y estudiado en medio de los apagones y la incertidumbre. Cada generación habita sus propias circunstancias, aunque hay desafíos que se mantienen como signos del destino de un país. Y cada generación, en un acto honesto y responsable, debe plantearse qué sentido tiene su paso por la Historia; qué es lo mejor que tiene de sí para dar; cuál será su huella.
No basta, sin embargo, con los bríos biológicos, con los arrestos naturales para lograr creaciones y cambios. La energía debe encontrar cauces y colocarse constructivamente en cada espacio social. Las potencialidades de los «nuevos» deben ir encontrando herramientas con las cuales abrir puertas, tender puentes, demostrar capacidad, para que no sean descartadas o perdidas en el limbo de la rebeldía inútil, en el marasmo de los prejuicios y la incomunicación.
Es lo que me decía una estudiante hace no mucho cuando conversábamos el tema de la imprescindible imbricación de todas las generaciones: «Tenemos que prepararnos; hay que estudiar para poder hacer…». Y es también algo que Martí dejó escrito: «La juventud debe ejercitar los derechos que ha de realizar después y enseñar después».
Lo otro que debe ser especialmente atendido por quienes tienen ahora la vida por delante, es que la Revolución entraña una experiencia acumulada, que nos ha hecho más fuertes, y que sería imperdonable subestimar. Quiere decir que, aunque seguimos conviviendo con las urgencias y con asuntos nuevos, el trecho ganado por quienes han vivido mucho plantea la posibilidad de meditar mejor las cosas, y de no acogerse, en un acto de peligroso facilismo, a la improvisación. Es necesario aprender a pensar, aprender a expresarse, aprender a proponer, aprender a discrepar sin desafiar.
En cuanto a los que vemos a quienes empiezan y ya nos da por comentar «juventud, divino tesoro…», debemos abrir todas las compuertas de la complicidad; desgranar, como quien cuenta los mejores episodios, las claves de nuestra sabiduría; y ayudar a que los más tiernos se coloquen sin grandes traumas o mutaciones, en el mundo de la adultez. Enseñemos, preferiblemente de modo imperceptible, la alegría profunda que puede habitar en el compromiso. Y creo que así estará a salvo el verdadero núcleo de toda revolución: lo naciente.