Siempre estuve ahí, aunque no me crean, aun sin haber nacido. Desde entonces era deportista, mucho antes de existir como aquel insignificante espermatozoide, perdido entre millones de posibilidades, pero con una fuerte e indeleble información genética. Entonces ya era campeón olímpico, recordista mundial, cubano de mil batallas, aplaudido desde las gradas, llorado en cada casa.
Sí, yo también soy deportista, y de los grandes, pues como cada cubano, «siento y padezco» las actuaciones de nuestros atletas en cuanto evento internacional compiten.
Con la espada en la mano herí y sangré junto a Ramón Fonst, primer medallista de oro en Cuba y Latinoamérica. Tiré la jabalina no con Aquiles, el del brazo prodigioso, sino junto a María Caridad Colón y Osleydis Menéndez, para sumar dos «pedazos» de oro.
En mí se apoyó Javier Sotomayor para tocar el cielo y estampar ese fenomenal 2,45 metros al aire libre, porque no llegaba sin mi impulso y el de millones de cubanos. Corrí detrás de Alberto Juantorena, con su corazón en mi mano y los gritos de esta Isla allá en Montreal 76.
Dejé a muchos hombres tendidos en el ring, noqueados por tantos brazos que forré con la fuerza de cien caballos. Bailé con nuestro «Chocolate», el Kid, y miré desde arriba igual que Teófilo Stevenson y Félix Savón después de esos «mamellazos» sepulcrales.
Siempre estuve allí, desde los libros o el televisor, metido en cada página del periódico, alentando con discursos silentes: «remata ahora que está frito; viene con recta al medio; aprieta el paso; saca bien duro; un gancho al estómago y cae; ya es tuyo; ganamos…».
Y me robé un judogi, el de Driulis González quizá, y proyecté decenas de medallas hasta un cajón que parece sin fondo, donde también está la gloria de Odalys Revé, Legna Verdecia, Manolo Poulot, Yordanis Arencibia...
Monté en mi carretilla a Dayron Robles y Anier García. Pasé la primera valla, la segunda, hasta el final de algo que recién comienza, porque esto no acaba aquí. Vienen más medallas.
Entrené y formé codo a codo con Eugenio George (Maestro de maestros), Alcides Sagarra (la Escuela), Santiago Antunes (el Profe de las vallas), Rolando Veitía (el Gordo maravilloso). Porque cada logro de sus pupilos también era mío.
Y antes, mucho antes, sacrifiqué mi alfil para asombrar al mundo entero con ese genial jaque mate que di junto a Capablanca, el más grande de todos, y conquistar la corona en 1921, para ser el mejor por los siglos de los siglos.
Nunca estuve solo. Junto a mí hay millones de cubanos que igual son campeones, porque muchos, como yo, se «meten en cada drama» de nuestro deporte, viven cada victoria, sufren cada derrota. También son protagonistas de toda carrera, pelea, partido, ippón, salto, disparo.
Porque en Cuba se exprime la tierra solo un poquito, y te desborda la pasión deportiva, como un salidero incontenible de sudor y deseos. Así nací, con el molde de fábrica de todos los criollos: deporte y salsa. Por eso soy campeón, junto a todos los campeones, junto a toda Cuba.