«¿Cómo anda la Cosa?», pregunta el cubano y así obra un suceso que se repite infinidad de veces en este país de los saludos, del beso fácil y del todo quererse saber.
La respuesta probable será una expresión que sale disparada entre la sonrisa y el guiño de ojo: «Aquí… en la luchita».
Esta última frase, a pesar de su brevedad, encierra la elección contumaz de seguir adelante, en el día a día, con todas las armas e imaginación disponibles.
La Cosa es la situación, el escenario, la suerte colectiva tejida por nosotros mismos y que por eso solo nosotros entendemos del todo. Y la luchita es el trazo de alguna táctica, de empeños que nos mantienen en pie desde que el Sol se levanta hasta que nos dice adiós y ponemos la cabeza en la almohada mientras algún desvelo tira del corazón, y allá adentro en el alma, en lo más guardado de nosotros, una vocecita empecinada susurra: «Tú vas a ver; vas a ver que sí…».
La luchita —que va tejiendo calladamente la contienda gigante— se da en estampas que pueden discurrir desapercibidas si una mirada fina y paciente no las atrapa.
Está en las calles, cerca de los anaqueles de comida. Va en la jaba, objeto imprescindible de nuestra identidad y por cuenta del cual en el imaginario popular ha quedado grabada la simpática definición según la cual el cuerpo del cubano se divide en cabeza, tronco, extremidades… y jaba.
También pervive esa contienda allí donde un hombre pasa con tablones al hombro mientras acaricia un mueble que todavía no existe; o en los imprescindibles, esos cubanos que andan tan sumergidos en el calor de sus oficios que tal vez no saben cuánto valgan.
Hablemos, por ejemplo, de la tenacidad discreta, despojada de oropeles, de que son capaces los imprescindibles. Sin ellos —los que reparten el periódico, los que limpian los mostradores o el suelo, los que recogen los desechos mientras viajan sobre un camión de sonoridad inconfundible— las ciudades y los pueblos serían un caos, un elefante con plantas de papel, un vertedero.
Ellos, desde su pelea, son los atlantes, aunque solo preguntemos por sus manos cuando la ausencia los hace demasiado evidentes; aunque les veamos discurrir como suerte que se da por sentada, como personajes de segunda a quienes el gran guión de la vida les asignó tan solo un bocadillo, acaso una interjección desabrida.
Se equivocan quienes pretendan disminuir la grandeza de estos gladiadores de la humildad, de estos artífices de un esfuerzo que no espera premios: La luchita brilla en estos imprescindibles, cuya dignidad no regatean a nadie. Ellos, alentados por una filosofía que atraviesa la estampa cubana como soplo indomable: «Existo; luego venzo».
La luchita es la esperanza tomada a sorbos, como el café mañanero. Es la limpieza de la sábana que se saca a orear temprano. Es la sonrisa amplia de una mulata rotunda y que inspira respeto mientras se quita el sudor de la frente.
Es clave de nuestra dura fibra, y aun así se habla de esta con ternura, hasta risueñamente. Estamos hablando de una batalla que no incluye pausas ni temporadas de baja intensidad: es una filosofía que destierra miedos y nos endurece mientras nos hace pobladores avispados y tenaces de la Cosa.