Aquellos domingos indescriptibles solíamos formar un enjambre familiar en torno a ellas. Hijos, nietos, sobrinos y hasta «primos quintos» armábamos unas reuniones sin protocolos ni estrados para reírnos de las «guayabas» y los cuentos de otro tiempo; mientras, las supuestas agasajadas no paraban de trajinar, como si hubieran querido olvidarse ex profeso de que ese era «su día».
Así se nos fugó el tiempo, de mayo en mayo, en la rutina de convertirnos, al final, en inmerecidos homenajeados. Así se nos menguó el reloj, sin percatarnos de la grandeza de aquellas mujeres dobladas por el almanaque y erguidas por la conducta... hasta que se nos fueron.
Primero dijo adiós Nena, la abuela que vivió viuda tres décadas enteras sin dejar de guiar a ocho retoños. Luego partió Mamá Jacinta, la abuela que existió casi cien años, 12 de estos después de haberle caído una pared encima, que la dejó sin caminar y con dolores eternos pero silenciosos. La misma que cobijó 13 hijos, el último nacido cuando ella rozaba los ¡50! abriles.
Hoy, viéndolas en nostálgica retrospectiva, intento transportarme a tantas historias de madres que no están físicamente. A la de quien marchó para alumbrar a otros en tiempos sin hospitales, a la de aquella que sola dio tamaño a los suyos, a la de aquella que se empapó de lágrimas en lejanos parajes un fin de año o un día de las Madres y no pudo retornar viendo a los suyos...
En ese viaje a las anécdotas incontables una bomba estalla en la garganta y suben ardores húmedos a los ojos. Y refulgen, en los recuerdos, los vestigios del último beso.
Pero ese viaje también nos ayuda a remarcar una verdad que es piedra y flor a la vez: las mejores estrellas y rosas se obsequian en vida, jornada tras jornada; los detalles hermosos han de nacer en el día a día, no un solo día del calendario, aunque no significa que renunciemos al regalo luchado y «sangrado» de mayo, ni a los pétalos llamativos en el sepulcro.
Ahora esas que no están vienen a compararnos las épocas para que entendamos lo repetido: una madre es única en toda era; brújula en los quebrantos físicos o emocionales, sol en la nocturnidad de nuestras almas.
En esta fecha marcada, en la añoranza de aquellas reuniones risueñas, ellas, las que no están, vienen desde sus silencios cargadas de preguntas para que reflexionemos. ¿Cuánto vale que en cierto mes convirtamos en diosas a esas mujeres sin límites si buena parte del almanaque las llenamos de aflicciones? ¿Cuándo comprenderemos que ser madre fue, en todo tiempo, una verdadera epopeya, lo mismo en épocas de candiles y tizne, que en la de celulares y «memorias» desmemoriadas? ¿Por qué a veces nos percatamos a destiempo de que una madre jamás debió quedarse golpeada por soledades y tristezas que hubieran tenido remedio? ¿Por qué procurarnos nosotros mismos una fiesta en mayo con tragos de todos los tamaños si las madres son, en ocasiones, las que menos gozan y disfrutan eso?
Gibran Jalil Gibran, el escritor y pintor libanés, decía que «madre» es la palabra más bella pronunciada por el ser humano. Esas que se fueron vienen hoy a decirnos que no son solo palabra encendida; que ellas nos miran todavía y sufren o se alegran con nuestras historias, y nos aconsejan desde lugares mágicos; que ellas sí viven mientras mantengamos avivadas la virtud que nos inculcaron y la lección regalada no solo un domingo de mayo, sino todas las fechas de este mundo.