Según dicen, los seres humanos somos lo que comemos. Pero también lo que dejamos al morir: árbol, casa, libros, familia, obra social, buenos o malos momentos que alguien recuerda de nuestro paso por la vida.
Metabolismo y filosofía. Elegir uno y desechar al otro es tan irracional como creer que entramos a este mundo para vernos las caras y partir en cuestión de años sin hacer nada por él, por nosotros, por quienes nos secunden en el viaje.
Usar y crear. No hay más que eso. Y ambos puntos convergen cotidianamente en un recurso tan eterno como inmaterial. Un don recibido permanentemente que casi siempre malgastamos arañando sus porciones menos objetivas y cambiables.
Hablo de tiempo. Solo tiempo. O mejor, de presente. Ese minuto actual, ese segundo increíble en que la vida es y deja de ser. Por eso tiene nombre de regalo, de sustancia, de oportunidad que pasa una vez y no vuelve, como periódico salido de la imprenta que ya nadie puede enmendar.
Héctor tiene 29 años y no ha perdido el tiempo. Vino a este mundo con ciertas desventajas, pero la vida negada a sus pies entra por sus ojos a borbotones. Madre y padre le dieron lo que alcanzaba a su presente, aunque tal vez lloraran en la alcoba el futuro imposible.
Por él vale la pena escribir libros. Sus horas de lectura las multiplica entre sus hermanos, en el vecindario, con gente de cualquier parte que visita su casa por casualidad. Solo se queja de no ser médico, porque le gusta mucho ayudar, y de los pocos textos de tema científico que logra conseguir en su natal Jaruco.
Al entrar en confianza me preguntó en qué estaba trabajando ahora mismo. Qué nuevos temas llevaría a Sexo Sentido en las próximas semanas. Dónde estaban varios de mis colegas de quienes no leía nada últimamente. Qué novedades de la ciencia convertiría en noticia para este año...
Héctor vive el ahora desde su silla de ruedas y su virtud me hace sentir irresponsable. Sin disimulo repaso ciertos planes personales, familiares y profesionales que saltan en mi agenda de mes en mes porque no encuentran su momento, y recuerdo esas charlas de catarsis entre amistades y desconocidos en las que siempre nos quejamos de la falta de tiempo, como si los demás tuvieran una fábrica de minutos que pudieran prestarnos o vender.
Qué vergüenza. Tenía que conocer a una persona como Héctor para entender: lo que en verdad define si vale la pena armar una oración por mi existencia es saber cada día quién soy y qué estoy haciendo a favor de lo que importa. Lo que importa a la mayoría, por supuesto.
No más hojitas de proyectos para guardar en la cartera. En el espejo escribo cada día mis tareas para mirarme en ellas, y mi mayor placer es cumplir y borrarlas. Aunque al minuto mi cristal se llene de nuevo de otras cosas urgentes o importantes, y hasta de las divertidas, que merecen también un lugarcito en nuestro tiempo.
Hoy me importa el presente. Pasado y futuro serán materia de a quienes toque hacer la arqueología de esta Era, de este existir contemporáneo que escarbarán entre montañas óseas o en un postrer disco duro viajando a otras galaxias. Así sabrán qué comimos —con asco o envidia—, y qué glorias soñamos cada día mientras dejábamos de hacer lo necesario.