Recibí hace poco un mensaje en el que alguien me preguntaba muy respetuosamente qué yo quería decir el viernes pasado cuando, al final de mi nota titulada El detalle y el conjunto, escribí: «Quizá todo sea más claro cuando diga que las puertas cerradas solo conducen a la ansiedad, a incrementar la sensación de la pérdida de sentido y responsabilidad en las acciones humanas. Y con la metáfora solo quiero decir, lo que he dicho: La ilusión, el estímulo, la confianza implican aire fresco; la inflexibilidad… Bueno, califíquela usted». No comprendía, además, que yo invitara a mis lectores a que calificaran la inflexibilidad.
Uno, como periodista y como ciudadano, necesita tomar parte del debate nacional. Pero hay, como mínimo, una diferencia de forma entre lo que uno dice en un periódico y lo que cualquier otro ciudadano plantea en una asamblea. Por lo tanto, es sabido, el trabajador de la prensa ha de ser muy cuidadoso. Cuidadoso con la verdad y la ética. Cuidadoso con las ideas que defiende como profesional y como miembro de una comunidad. Cuidadoso con el idioma y el estilo del periodismo… Y respetuoso con los lectores.
Piensa usted correctamente si cree que el trabajo del periodista exige tacto, honradez, convicciones. En particular cuando la obra del periodista integra una superestructura en que comparte los mismos principios y aspiraciones de los organismos políticos y económicos de la sociedad. No tengo porqué negarlo. Yo no escribo contra la Revolución o contra el socialismo. Por ello, algún periodista desde Miami o Madrid se refirió un día a «mis crípticas críticas».
Por supuesto, para quien está en el extranjero inserto en una actitud de oposición contra el Gobierno revolucionario de Cuba, es muy natural que le resulten «crípticos» mis enfoques cuando evalúo las causas y las manifestaciones de los problemas que afronta hoy la sociedad cubana. Está claro. Aquellos pretenden destruir; mis colegas y yo intentamos y necesitamos ayudar a mejorar, a construir. De ahí que a veces —refiriéndome a los textos de esta columna— sea menos expresivo, más sugerente que explícito.
Nadie, sin embargo, me lo pide, ni me lo orienta: el periodista revolucionario desarrolla una especie de radar que registra cuándo ha de adecuar sus opiniones a las circunstancias del país y de las ideas que defiende. Atempera la intensidad de sus juicios, pero no renuncia a opinar: este es un derecho que no debe ser arrojado a la cuneta. Y uno opina para advertir, para ofrecer una visión diversa, para ayudar a comprender…
Por todo ello, sigo escribiendo y hablando. Claro, en algún momento alguien me pregunta qué quise decir con tal frase o tal párrafo. Y yo respondo: no quise decir, dije, porque yo no escamoteo mis intenciones para que mi opinión sea asumida en sentido contrario. Eso sería manipular, engañar.
Al lector de esta historia, le respondí privadamente. Lo merecía por su honradez. Y le repetí las mismas ideas que ahora reitero. Porque, en suma, qué son las puertas cerradas en nuestra sociedad sino el permanecer apegado a fórmulas viejas y al decir como un hábito que «no se puede». Esa es la mentalidad que pretendí conceptualizar y por supuesto criticar por dañina. Esa mentalidad que a veces permea hasta proyectos de leyes, y estos, en lugar de favorecer y facilitar la vida y la conducta de los ciudadanos, los carga de tensión, trámites y sanciones.
Cerrar puertas, en fin, equivale a prohibir, limitar, creer que la sociedad es más justa y eficiente cuanto más se reduce la carrera de impulso de los individuos y se igualan magnitudes y posibilidades desiguales. Eso es lo que dije. Y esa mentalidad conservadora y restrictiva que acompaña a muchos de nosotros, va acompañada a su vez de la inflexibilidad, que es la incapacidad de ser dúctil, de adecuarse. Y esa definición se la dejé a los lectores para que se quedaran pensando y buscando respuestas.