«Sé justo», pide Martí a su hijo. A punto de embarcar, no le sobran los minutos. ¿Qué mejor consejo que este, breve, viril…?
Ah, pero ella, la justicia, no corre por las venas como la sangre que, de todos modos, vendrá en diástole y saldrá en sístole, lo quiera o no el dueño del corazón. Ser justo es un aprendizaje, un ejercicio, una disposición de obrar rectamente, pese a las sonrisas o a las recriminaciones.
Es, en esencia, esforzarse por buscar la verdad y el bien, servirse de las experiencias, de los consejos de los que han dejado buena estela, y con estas armas disponerse a actuar en sintonía con la regla más sencilla —y esquiva a la vez— que guarda la humanidad en su patrimonio moral: Como te gustaría que los demás obren contigo, así debes obrar tú con ellos. ¿No te gusta ser pisoteado? ¡Pues no pisotees a los demás! ¿Te complace ejercer tus derechos, y que se respeten también los de tus seres queridos? Entonces tampoco se los niegues a los otros.
Estos «otros», por cierto, florecen dondequiera. Y no son únicamente los que sufren hambre en olvidados sitios del planeta, o los que padecen ocupaciones militares, o quienes caen víctimas de balas perdidas entre las ráfagas de los potentados del narcotráfico. Hacia todos ellos, que palpitan por millones en las páginas de los diarios y en los noticieros televisivos, brota un natural deseo de que se les haga justicia. La simpatía —incluso la empatía— inflama el alma del que observa la tragedia desde lejos.
Sin embargo, ¿qué hay de aquel que a mi lado, en mi barrio, en el puesto de trabajo contiguo, experimenta el efecto de alguna decisión arbitraria, desnuda de un sólido argumento, y yo —o usted—, teniendo la posibilidad de remediarla o al menos la obligación moral de examinar honestamente su validez, hacemos la vista gorda? ¿Afectos para el que está a mil millas, y apatía (incluso «mala leche», como canta un roquero) para el que aquí mismo soporta una situación absurda?
En última instancia, hacer justicia no depende tampoco de simpatías. Se cuenta de un juez que condenó a una muchacha al pago de una fuerte multa, por la manera tan disparatada en que conducía su automóvil, poniendo en peligro la vida de quienes osaran estar en la carretera o a su vera cuando ella pasara «a millón». La joven, una adolescente, difícilmente hubiera podido reunir la suma requerida, por lo que recibió su reprimenda, pero quien debió desembolsar los billetes fue… ¡el mismo magistrado!
Era su padre. Su propia sangre. Y prefirió actuar con apego a la justicia antes que impulsado por un sentimiento de compasión irresponsable, hacia ella o hacia su bolsillo. «Pasar la mano» hubiera sido lo erróneo: confirmar falsamente que «todo es según el color del cristal con que se mira», negar el bien objetivo y aplaudir lo equivocado. ¡Pésimo ejemplo de rectitud!
¿Fin de la fábula? Que desoyendo el consejo que el Apóstol daba a su hijo y a quienes, por nacer en esta tierra, venimos escuchándolo desde pequeños, se acostumbra el ser humano —¡vaya peligro!— a tomar el bien por mal, y viceversa. ¿Un daño a quienes lo rodean? Sí, pero ¿cómo podrá escapar del perjuicio propio? ¿Con qué aliento podrá levantar del fango la conciencia caída bajo el peso de la injusticia que él mismo ejerció desde la fuerza o desde la indiferencia?
Sigue resonando la urgente exigencia: «¡Sé justo!».