Ahora que acabamos de celebrar en Las Tunas el Festival Provincial de la Prensa Escrita, acude a mi memoria algo que le escuché a un profesor durante una conferencia, allá por mi época de estudiante en la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba: «Los periodistas —dijo con acento enfático— deben saber algo de todo y todo de algo».
El retruécano me agradó tanto por su ingenio como por su mensaje. Pero un detalle no me satisfizo: ¿y por qué solo los periodistas? ¿Por qué dejar fuera a quienes son ajenos a la tinta, la cámara y el micrófono? El lector coincidirá en que en materia de saber —de todo o de algo— hay mucha gente en el mundo con deudas por saldar.
Están los estudiantes secundarios, por ejemplo. Abundan los padres y maestros preocupados por la formación cultural de esos chicos aún inexpertos. Y no me refiero a la formación que se realiza en el aula. Aludo a la que solo se conquista trabando amistad con los libros, el cine, los museos… Para ser culto es necesario tener un hambre voraz por conocer algo nuevo. Pero debemos admitir que buena parte de los jóvenes de hoy no dan indicios de tener ese apetito.
La insuficiencia, por cierto, no es exclusiva de la gente joven. He tropezado con profesionales competentes en lo suyo, pero con una ignorancia colosal en temas que desbordan su especialidad. Personas capaces de disertar sobre los cambios climáticos, pero que palidecen cuando les preguntan si leyeron el último libro de José Saramago.
¿A quién culpar? Pues a la propia persona. A la escuela no se la debe tildar de irresponsable por no asumir una función que se le va de las manos. Lo más que se le puede exigir es orientar, sugerir buenas lecturas, recomendar un buen filme... Pero hasta ahí. Porque la cultura general no se adquiere por decreto. Requiere voluntad de quien la necesita. Corre a cuenta de la avidez de cada quien por procurarse un volumen de conocimientos generales suficientes como para no hacer el ridículo cuando se hable de un asunto difícil.
¿Quién dice que solo los filólogos deben conocer las sutilezas de la lengua materna? ¿Quién insiste en darles la exclusividad a los historiadores para explicar la batalla de Waterloo? ¿Quién sostiene que a nadie, sino a los políticos, corresponde estar al tanto de las relaciones internacionales y de su acontecer noticioso? Se trata de un tema en el que los padres deben incidir como paradigmas. Uno de ellos me dijo hace poco tiempo: «A mi hijo no le gusta leer como a otros chicos». Le pregunté: «¿Y a ti te gusta?». Me confesó que no.
Muchos de los padres actuales nacieron y se criaron en el último medio siglo. Ellos no pueden justificar que no tuvieron ocasiones de adquirir el hábito de leer por imperativos extradocentes. Si en algún momento de sus vidas renegaron de la escuela o no se dejaron cautivar por el encanto de la lectura, no pueden pretender ahora que sus hijos hagan lo contrario. Aunque nunca es tarde para intentarlo si se predica con el ejemplo. Los libros están ahí para apoyarlos.
Estas reflexiones me hicieron recordar aquella observación de mi profesor en la Universidad. Recuerdo que al terminar la conferencia me le acerqué y le dije: «Profesor, ¿no le parece que la frase quedaría mejor si en lugar de «periodistas» pusiéramos «personas»?». Él me miró un momento, meditó y finalmente me dijo: «Estoy de acuerdo».