De un trágico héroe griego —entonces todavía un lactante—, un oráculo pronosticó que, cuando fuera adulto, mataría a su padre, el rey. Este no dejó que el asunto se enfriara y, siguiendo el consejo criollo de «¡múdate y no le des la dirección!», mandó al pequeño bien lejos de sí, con la esperanza de jamás volver a verle el pelo.
¡Ah!, pero el destino quiso que, pasados los años, el monarca acudiera a presenciar una competencia atlética, y que uno de los participantes, al lanzar el disco de bronce, se lo pusiera de sombrero a él, que se quedó sin hacer el cuento. ¿Adivinan quién era el deportista? Pues ese, ese mismito. Primero se secaba el océano antes de que dejara de cumplirse una profecía de esta índole.
A veces oigo frases que refieren lo inamovible del «destino». Esta es clásica: «Fulanito no tiene suerte en la vida, el pobre. ¡Qué mala le salió Menganita...!». Mi abuela, en cambio, citando a Confucio o a Pancho el Bravo, vendedor de tamales en Río Pelao, decía: «La suerte es el pretexto de los fracasados». Tal vez, en todo caso, y para ser congruente, sería mejor apuntar «la ausencia de suerte». Pero para algunos, la cuestión viene por donde sabemos: «Lo que está pa’ ti —aunque sea un rayo—, nadie te lo quita».
Lo dicho me recuerda, además, la afición a creer que si un meteorito cayó en Marte y les tumbó una cafetería a los marcianos, ello repercutirá en el dinero que entrará ese día en el bolsillo de los terrícolas del signo tal. Y que si a Saturno le da por quitarse un anillo, el P-16 demorará más de lo usual en pasar. En fin, cosas por el estilo.
¿Dónde queda, en este facilón esquema de la falta o exceso de «suerte», la libertad del ser humano, su capacidad para modificar la propia existencia, aguantándole las riendas con firmeza; la responsabilidad para tomar decisiones que pueden afectarla de modo trascendente?
Ya sabemos: nadie sabe qué será de sí mismo en el próximo minuto, ni es amo de todas las contingencias. Incluso, aunque avisado, no se puede evitar un temporal, pero sí habrá de tenerse el sentido común para poner a buen resguardo los bártulos y la vida, y atenuar los daños.
Esa posibilidad, la de anticiparse a los eventos, sí es muy humana: no hay que esperar que las estrellas o la «suerte» la dicten. Lo mismo vale para los fenómenos meteorológicos que para las relaciones personales, y si abrimos más el abanico, aun para el desarrollo de la sociedad.
En este punto, adoptar fatalismos que inmovilizan, no aplicar los sesos a buscar alternativas, salidas que transformen la rutina de la precariedad, y no poner en acción los brazos porque «olvídate, ¡no tenemos suerte!», es
creer que, como al rey del principio, una rodaja de bronce nos golpeará y hará que nada valga la pena. ¡Camine, señor mío, camine! Trace senderos propios y, de paso, perdónese los errores en el empeño, que también hay licencia para meter el delicado pie...
Avancemos, pues, alegres por el bien que nos procuremos, o con cara de dinosaurio por el tropezón que no quisimos o no supimos evitar. Pero siempre, eso sí, libres y responsables dueños de nuestros destinos, que es, por cierto, la mayor «suerte» que nos pueda tocar.