Fue ese ilustre británico, tragicómico de todos los tiempos, nombrado Charles Spencer Chaplin —cuyo aniversario 120 conmemoramos en abril sin penas ni glorias—, el autor de una frase lapidaria: «A fin de cuentas, todo es un chiste».
La sentencia flamea todavía como un llamado a buscarle los lados graciosos a la vida, aun en circunstancias de desdichas. A entender que siempre será mejor la existencia si está salpicada por la risa, antes que por la tristeza y el fastidio.
Por momentos, este país, que resucita cada día en su verdor con bromas tan insospechadas, parece caminar hacia el futuro con la frase de Chaplin a cuestas. Los cubanos suelen tejer un chiste del episodio más solemne o del tema más espinoso. Y ese camino a la sonrisa muchas veces ha resultado el mejor antídoto contra nuestras desventuras y nuestros fracasos.
No obstante, de vez en cuando, se ha de temer esa propensión a reírnos de todo o casi todo. O, al menos, se ha de vigilar con sensatez. Porque algunos de los asuntos sumamente serios, graves, delicados de la nación pudieran quedar solo para el tanque de oxígeno de los humoristas o para los cuentos de los jodedores de la calle, que son tantos en Cuba.
Y puede que hacer catarsis con la risa se convierta en la autopista más fácil —y peor aún, en la única— para viajar, sin compromisos y sin complicaciones, a nuestros defectos y baches.
Escribiendo estas líneas pienso inevitablemente en Deja que yo te cuente, el programa que desde el verano de 2005 se amplifica por la televisión cubana con sus estampas, entrevistas a Mente’e Pollo y talleres deliciosos que no solo han hecho reír, reflexionar y entretener a miles de cubanos.
¡Cuántas cuestiones abordadas a carcajadas en ese espacio pudieran debatirse en nuestras asambleas, reuniones, análisis y hasta en el mismísimo Parlamento, que constituye el Congreso más alto del pueblo! ¡Cuántos vicios tocados por ese espacio pudieran combatirse desde la trinchera de la vida real!
¿Es que, por ejemplo, las críticas veladas a personajes como Lindoro Incapaz solo deben y pueden ejercitarse desde aristas humorísticas? ¿Es que solo desde la sátira podemos hablar de los déspotas, las torturas de muchos de los trámites del ciudadano común, las contradicciones cotidianas, las resoluciones sin sentido, los demagogos, los infladores de globos, los arribistas, los jefes que se caen para el lado y no para abajo?
No son pocos los que a estas alturas consideran que los temas sensibles del día a día únicamente caben en libretos como los de ese programa, o en la jácara de los chivadores, de los atrevidos, de los «sin pelos en la lengua».
Sin embargo, Fidel y Raúl a menudo nos han convocado a discutir abiertamente, sin emplear parábolas o chistes, temas trascendentales de este país. Ahí está, como muestra, el ejemplar debate popular estimulado por el discurso del General de Ejército el 26 de julio de 2007 en Camagüey, el cual propició millones de opiniones de todo tipo a lo largo de la nación.
Pero no caben dudas de que esos ejercicios necesitan hacerse más frecuentes en un tipo de sociedad que, en hipótesis, crece de su cultura elevada y de la búsqueda constante de la quimérica perfección.
No caben dudas de que necesitamos más talleres reales en los que censuremos, comparemos, examinemos, digamos... pero sobre todo propongamos y hagamos sin roscas izquierdas, sin mentes de gallos, para que la vida sea, como también soñaba Chaplin, una sonrisa entera y eterna.