Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¡Verdad que es linda!

Autor:

Julio Martínez Molina

Genial idea la que han tenido en la televisión nacional de incorporar, intercalada entre varios espacios cotidianos, esta suerte de menciones o spots, identificados todos bajo el rótulo de ¡Cuba, qué linda es Cuba!

Desde que Colón pisó la «tierra más fermosa», muchos de sus hijos más iluminados coincidieron con el genovés en que de verdad lo era; y de ello dejaron constancia para la posteridad en disímiles textos.

De Silvestre de Balboa hasta acá, pasando por Martí, Heredia, Byrne, Saborit e innumerables creadores —no todos literarios; también pictóricos, cinematográficos, musicales...—, no pocas de nuestras mentes más preclaras ponderaron la belleza sin par de este archipiélago.

Está muy bien que en la televisión se haga tal cosa, a tono con aquello que nos decían desde pequeños de «conozca a Cuba primero y al extranjero después», cuando en diversos medios lo común hasta hace muy poco era exaltar solamente los jardines de Versalles, Viena, los pueblos eslavos... todo ello al compás de piezas de Handel, Litz, Strauss o Mozart. Intención loable sin duda, que en su momento cumplió su cometido, al acercar al espectador a epicentros de la historia de la cultura mundial, al calor de las melodías de genios de la música interpretados por prestigiosas orquestas sinfónicas.

Pero ante la repetición, casi inmisericorde, de los mismos, o de aquel otro del Cañón del Colorado, y la falta de contrapartes nacionales, se hacía necesaria la aparición de una idea como la que ahora ha cuajado.

Es verdad que no es igual ver el helecho por televisión que tras escalar la colina escarpada; o la polimita que esconde sus colores entre las piedras tras el ruido del visitante; o la marejada de cangrejos atravesando la carretera; o un cayo al amanecer; o Viñales tras despejarse la niebla; o los flamencos de la ciénaga levantando vuelo...

Es cierto que hace ya muchos años, como consecuencia del período especial y su rosario de inclemencias económicas, posibilidades tan maravillosas para el ciudadano como La Vuelta a Cuba, se truncaron (espero, como otros, que no sea para siempre, ningún mal es eterno).

Pero esta travesía audiovisual de la televisión cubana vale la pena igualmente, en tanto reporta conocimiento general; no solo de las bellezas geográficas, sino también sobre eso que se denomina complejo natural e integra lo anterior y la serie de particularidades identificadoras de una región, un pueblo.

Son estos, que cada jornada jalonan el orgullo nacional en la pequeña pantalla, posibles flashazos de la vida diaria: las personas, los símbolos, los medios de locomoción, la cultura, las tradiciones de municipios de Cuba, cuyo desarrollo general se debe a la Revolución y antes de ella estaban, casi sin excepción, sumidos en la miseria, en la dura desmemoria.

Posibles digo, porque una nación completa no puede desglosarse en unos cuantos fotogramas, ni tampoco resulta tan elevada la intención ni extenso el tiempo en pantalla.

¡Cuba, qué linda es Cuba! representa, por otro lado, un catálogo de la obra gigantesca del proceso social que contribuyó a dignificar a millones de seres humanos, maltratados e ignorados por los desgobiernos prerrevolucionarios.

Además, representa para las nuevas generaciones un muestrario invaluable de nuestro patrimonio, de la realeza de la autoctonía. Se convierte así, por extensión, en antídoto contra obnubilados, que pretenden buscar algunas de nuestras claves en el exterior.

Cuba se ama y se siente desde sus entrañas. Es difícil encontrar otra manera de comprenderla.

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