El entendimiento y la empatía no han de encasillarse en unos pocos espacios o momentos de la vida; su acción sanadora abarca los más disímiles senderos de la convivencia y las relaciones humanas.
Dicho de este modo pudiera parecer una reflexión de poca hondura, mas, si la aplicamos a la cotidianidad, será entonces imprescindible.
La descripción de un desagradable hecho presenciado recientemente dentro de un flamante ómnibus Yutong, que cubría la ruta Holguín-Santiago de Cuba, de seguro le hará pensar en alguna solución con basamento puramente empático, en la necesidad de ponerse en el lugar de los otros.
Quienes hayan abordado uno de estos ómnibus chinos sabrán que entre el pasajero delantero y el trasero no existe más que un pequeño espacio para estirar las piernas, situación que empeora cuando el primero reclina su asiento hasta ponerlo casi horizontal, posición para la cual están diseñados.
Si existe la posibilidad de viajar semiacostado, es derecho del viajante, sin lugar a dudas, mas no todo lo legal es moral, como dijera alguien que prefirió mantenerse en el anonimato.
El incidente ocurrió cuando, en las inmediaciones de Bayamo, abordó la guagua un pasajero cuya primera acción fue reclinar al máximo el asiento sin tener en cuenta o sin percatarse de que detrás de él cubría la plaza un padre con su niño en las piernas. Ante la reclamación de este, la respuesta fue cortante e irrespetuosa —podría decirse que hasta desconsiderada por estar involucrado un menor.
Y en definitiva no cedió al pedido del padre para que le diera un margen de espacio y traer al bebé sin grandes inconvenientes, ya sea porque el pedido no fue acompañado por los mejores modales o porque su comodidad estaba primero que la del infante.
Así comenzó una especie de duelo de palabras que iban y venían caldeadas y llenas de ofensas. A esta artillería pesada se sumaron voces que las acompañaron en sus malas intenciones ante las miradas inquietas de los demás.
Para sorpresa de quienes creemos en las acciones solidarias, uno de los conductores explicó en buen cubano que a aquel pasajero le asistía todo el derecho de recostar su asiento hasta donde diera lugar, y que si el padre quería venir con comodidad le comprara un boleto al niño porque para eso había espacio vacío. Sépase que el vástago no sobrepasaba los tres años de edad.
Nada asombra más que la solidaridad con las malas acciones, y, con dolor, fuimos testigos de ello. Y pudiéramos decir más: la actitud irresponsable del conductor del ómnibus al hacer propuestas fuera de lo que establece la ley para la transportación de menores.
Nadie hizo comentario alguno sobre la forma del reclamo, por lo que puede inferirse que eso no constituyó la esencia del diferendo. Los que se convirtieron en jueces, mutilaron al padre en sus argumentos, y hasta le echaron en cara que bien podría ser la madre quien llevara al niño.
Los artífices de esta última propuesta dejaron en el andén del olvido la caballerosidad de aquel individuo, que compartía con la esposa, en buena lid, el cuidado del fruto de su amor, y en cambio, dieron pista libre al desdén por el semejante.
Si el egoísmo, la falta de amor y la pobreza espiritual fuesen casos aislados, no valdría el esfuerzo de reseñar la historia de marras, pero... cada vez se hace más recurrente la pérdida de valores morales que se manifiestan en lugares públicos y hasta dentro del propio hogar, para desventura de la sociedad en su conjunto.
Como todas las historias, esta también tuvo su final y su aleccionadora enseñanza, a imagen de las fábulas que tanto gustan a los niños. Tal vez, el final pudo ser el inicio: el viajero solitario, luego de prender la mecha de la discordia y sentar un precedente de pésima educación, se pasó tranquila y silenciosamente para uno de los asientos vacíos, dejando el amargo sabor del deterioro moral que corroe lo más íntimo de algunos ciudadanos.
A diferencia de las fábulas, cuya principal característica es que la protagonizan seres irracionales, esta trama real tuvo como actores a los seres humanos, dueños de sus instintos e intenciones. Es esta la verdad más apabullante que nos lacera, y nos hace temer un futuro en el que los seres humanos se disputen, por sus modales, los roles de estas populares leyendas.