Diego es alguien que puede impartir conferencias a cualquiera que añore doctorarse como persona chévere. Cuando dijeron su nombre por primera vez delante de mí, me volví urgentemente, como quien espera al hombre de sus sueños. Pensé hallar a un galán alto y barbado, parecido al de mis antojos.
Solo cuenta 12 años, y sin tener las habilidades de otros Diegos admirados, como el astro del fútbol o el que con su pincel pintó El hombre en una encrucijada, me atrevo a incluirlo entre los tremendos que lleva ese nombre.
Lo conocí en el hospital capitalino Julito Díaz, mientras era atendido por un grupo de especialistas; y desde entonces tuvo un valor agregado asistir a la consulta para corregir mis manos; porque este muchacho sabe mucho, es un «explorador» del mundo que le circunda, por eso quiere ser psicólogo o filósofo.
Durante las terapias era el más disciplinado de los niños de su edad. Aunque los ejercicios rayaban en el dolor no rehusaba a hacerlos, porque hace meses que no asiste a su escuela rural, ubicada en un desconocido paraje villaclareño llamado Mochitas, y ya la echa de menos.
Diego me contó que su única tía es ciega y se gana la vida haciendo sobres de cobro y percheros para poder mantener a su hija. Cierta vez, alguien humilló a la niña diciéndole que su madre era una pobre infeliz que nada más sabía doblar alambres.
Le hablé de la fábula de Juan Eugenio Hartzenbusch (escritor, dramaturgo, poeta, filólogo y crítico español, 1806-1880) que habla del milano voraz, ladrón de oficio, que se burló del pelícano que para salvar a su cría laceraba su propio pecho.
«Mas tú enseñas tus hijos a ladrones y yo los míos a querer enseño», terminaba la controversia entre las dos aves, le dije; y él confesó que la fábula y la historia real se parecían.
Esta semana llamó para decirme que sus sesiones con el fisiatra habían terminado, que extrañará nuestras pláticas, las que siempre acababan con montones de preguntas abiertas, porque el tiempo apremiaba.
Pidió que escribiera sobre la amistad, pues sus amigos durante su recuperación lo visitaban y ayudaban a copiar las clases. Quiso que resaltara la dedicación de sus padres y de los especialistas que le corrigieron las piernas, luego de que un accidente le quebrara los fémures.
Este pequeño de prestancia extratalla encontró el libro de fábulas que le recomendé, donde aparece el contrapunteo entre el pelícano y el milano, y se lo regaló a su prima.
Me prometió que en los tiempos libres ayudará a la tía en la confección de sobres y percheros para que aumenten las ganancias de la invidente.
Este muchacho tiene fórmulas para espantar la tristeza del más corpulento de los mortales. Solo hay que oírlo hablar de su abuela en presente, quizá para amortiguar la ausencia de la mujer que también lo crió y ya no está; o referirse a los anhelos como si se volvieran realidad con solo un chasquido de dedos.
Dejó en mí la costumbre de mirar con añoranza al asiento donde casi siempre, durante 15 días, nos esperábamos. Su médico Javier también lo extraña, «porque de los valientes nadie se olvida».