No releo páginas tan viejas. Pero parece ser que David Santiesteban, economista de la Empresa Tabacalera de San Antonio de los Baños, ha puesto ante mis ojos el pasado. Nuestro pasado. Porque, en efecto, recuerda haber leído un artículo mío en esa revista ya centenaria y a la que tantos privilegios profesionales le agradezco, donde decía yo algo parecido a lo que escribo hoy. Y nos hace recordar también que 18 años más tarde, continuamos discutiendo, sin que hayan sido totalmente aplicadas las mismas soluciones a las mismas necesidades. En lo personal, compruebo que he sido coherente en la expresión de mis ideas y en la evaluación periodística de los problemas de mi sociedad. Mas, a mi modo de ver, todos hemos dilapidado parte del tiempo si todavía no estamos convencidos de que nuestro país urge del equilibrio entre lo moral y lo material para perdurar avanzando.
Como en 1991, pues, intento ahora proseguir mi reflexión desde la óptica del periodista comprometido con la verdad de su patria. Pienso que nuestro fondo de tiempo no puede ser dedicado a discutir, con tanto dispendio y casi sin éxito, esa mentalidad de asumir la vida como «voluntad y representación», es decir, la realidad vista como «yo la observo y juzgo y quiero que sea», que algunos insisten en convertir en método y sistema. Tal vez, nos pueda pasar como a los conejos de la fábula: mientras discuten si son galgos o podencos, se aproximan los perros cazadores...
Nadie, desde luego, puede evaluar la historia, sobre todo la de estos días, sin considerar las necesidades que distinguen los tiempos y a la gente. Cualquier invulnerabilidad, la militar, por ejemplo, empieza —y esto, creo, es un pensamiento de Raúl— con la disposición del soldado a batirse hasta el heroísmo. Pero alguno de nosotros demostraría desconocer al ser humano si a la vez que las armas y las municiones en el frente, no garantizara establemente suministros logísticos desde la retaguardia: esos frijoles tan irrenunciables...
A la invulnerabilidad económica le sucedería otro tanto. El trabajo compone su base principal. Pero ¿significará lo mismo el trabajo cuando al realizarse carece de sentido, no lleva a ninguna parte, porque quien lo ejecuta permanece estacionado en el mismo salario, las mismas carencias y las mismas necesidades, bajo la misma organización desestimulante?
El país ha pedido también heroísmo en el trabajo. Pero no sé si hemos llegado a comprender que el heroísmo consiste en una actitud momentánea, reclamada por minutos cruciales. Y una de las claridades de la política, a criterio de este periodista que va envejeciendo, reside en saber ubicar a cada individuo o sector en el segmento que le corresponda —vanguardia, medio o retaguardia— para exigirle y retribuirle según sus calidades y actitudes. Si el hombre —el promedio de los seres humanos— piensa como vive, habrá que aceptar a veces que porque a mí me vaya bien en la feria, no significa que la feria beneficie a todos. Y que si para mí el trabajo, por su índole o mi inclinación vocacional, resulta compensador, necesariamente no ha de entrañar lo mismo para los demás.
Admitamos, al menos, que si me persiguen los artículos escritos a lo largo de 40 años —lo escrito permanece, dijo un romano antiguo—, a todos, de una forma u otra, nos persiguen lo hecho, incluso lo mal hecho, y lo dejado de hacer. ¿Asumiremos, en consecuencia, la realidad tal cual se manifiesta, con sus valores, desvalores, fragilidades y demandas humanas o alguno de nosotros seguirá creyendo que la vida es solo como la vivo, la deseo y la imagino y el resto no importa?