Aquel día de 1966 se enfrentaban en Puerto Padre la novena local y la de Jobabo en el contexto de un campeonato territorial de béisbol. Para muchos de los aficionados locales, se trataba solamente de un compromiso más. Sin embargo, el juego tenía un incentivo especial: ver lanzar desde la lomita, por los visitantes, a Roldán Guillén, un superveloz derecho que hizo época en Cuba por ser propietario de una «piedra» poco común, terror de los bateadores y de los receptores.
Cuando habían transcurrido inmaculados los cinco primeros capítulos, el rapidísimo monteculista jobabense ya acumulaba en su haber una respetable cantidad de ponches. Ante semejante caos con el madero, los bateadores rivales intercambiaban recomendaciones entre sí: «No lo pierdas de vista, sigue su mano de lanzar, concéntrate en la pelota...». Pero, por mucho que lo intentaban, no conseguían hacer contacto con la redonda, que en ocasiones parecía alcanzar velocidades supersónicas.
En el estreno del sexto inning, la acumulación de cuatro bolas malas le regaló a un portopadrense la primera almohadilla. El desafío estaba cerrado, pues a los de Jobabo tampoco les había ido bien a la ofensiva. Por tal motivo, el inicialista, ante la posibilidad de un viraje de su pitcher, extremó las precauciones en aras de evitar que el corredor adelantara demasiado y llegara luego a la intermedia.
A esas alturas del encuentro, Roldán Guillén estaba más fresco que una lechuga y prácticamente imbateable. Sus envíos ultrarrápidos surcaban los 60 pies que separan al box del home play con una mortífera carga de efectividad. «¡Strike!», cantaba una, dos, tres veces el ampaya actuante. Y los bateadores —impotentes y ultrajados— tomaban el camino del dogout con la moral en el suelo y la majagua al hombro.
Así se mostraba el panorama cuando vino a consumir su turno ofensivo uno de los hombres de la llamada tanda débil, quien ya había ingerido un par de ponches en entradas anteriores. Tomó posición, se frotó las manos, clavó sus spikes en la tierra, apretó bien la empuñadura del bate y centró toda su atención en la figura de Guillén. En primera base, el corredor comenzó a adelantar unos pasos.
La primera bola hacia la goma alcanzó la celeridad de un huracán categoría 5. El bateador, obnubilado, apenas la alcanzó a divisar cuando pasó rauda por la zona buena: «¡Strike uno!», cantó el árbitro con la voz siniestra y el brazo diestro. El hombre se ajustó la gorra, dio dos saltitos y aguardó por el próximo envío. De nuevo el bólido blanco y con costuras se le encimó desde el montículo con la premura de un cañonazo. La mascota del receptor tronó con sonido de tumbadora: «¡Strike dos!».
Turbado ante la inminencia de su tercer ponchete de la jornada, el hombre se llamó a contar en una suerte de monólogo interior. «Tengo que adelantar el swing —pensó. Guillén está demasiado duro y la bola le está llegando muy rápido. Tengo que tirarle adelantado. Si no lo hago así no sacaré a tiempo el bate. Tengo que tirarle adelantado. No hay otra solución...».
Mientras, sobre el montículo, Guillén cogió el saquito de pez rubia, se situó de lado y observó atentamente las señas de su compañero de batería, todo sin dejar de vigilar con el rabillo del ojo al corredor que intentaba adelantar un par de metros en primera. Un nuevo vistazo al home. Y el de la inicial ganando más terreno... «Con mi próximo lanzamiento se irá para segunda», pensó el serpentinero.
Al unísono, el bateador se debatía cerca del plato en su obsesión por conectarle al lanzador visitante que disfrutaba de una tarde de gala: «Tirarle adelantado, tirarle adelantado, tirarle adelantado...», se repetía maquinalmente con el bate presto, al tiempo que ponía todos sus sentidos, anhelos, energías, capacidades, propósitos, sentimientos, voluntades, qué sé yo, en aquel porfiado empeño.
Fue entonces cuando Roldán Guillén decidió no concederle más ventajas de espacio al presunto estafador de almohadillas quien, confiado en sus piernas, adelantaba más en la inicial. Así, el pitcher echó un vistazo hacia el home, realizó los movimientos de rigor y, veloz y sorpresivamente, sacó el pie y se viró para primera. El corredor retornó sin problemas a la base y el árbitro decretó safe.
Pero, ¿y nuestro hombre en el cajón de bateo? ¿A que no aciertan qué hizo en su empecinamiento por chocar la bola si le tiraba adelantado? Pues lo que nadie en el estadio ni en el dogout esperaba: tan pronto Guillén hizo como si fuera a lanzar, y confiado en que la pelota vendría por ahí en busca del tercer strike, el infeliz realizó el swing más grande y aparatoso de su vida, mientras la Batos, risueña, descansaba a sus anchas en ese instante dentro del mascotín del inicialista.
La carcajada colectiva fue tan descomunal que aquel humilde pelotero les suplicó a las once mil vírgenes que se lo tragara la tierra. ¡Vaya ridículo el suyo! Jamás se le volvió a ver por un campo de béisbol. La anécdota quedó ahí, confirmada por unos, negada por otros y disfrutada por todos. Por propio derecho, se integra al patrimonio de nuestro deporte nacional. Y, por lo tragicómica, merece ser contada, ¿verdad?