El pasado lunes, el diario español El País titulaba: «Morales sufre un varapalo en Santa Cruz», y el sumario añadía: «Más del 80 por ciento vota sí a la autonomía en la provincia boliviana, según los sondeos».
Quien leyera ligeramente, hubiera podido entender que, en efecto, el presidente Evo Morales había sufrido una derrota en toda regla en el departamento boliviano de Santa Cruz, uno de los más ricos del país, donde es sabido que un grupo de empresarios y políticos adversos al gubernamental Movimiento al Socialismo habían organizado con el generoso apoyo de una nada misteriosa mano exterior un «referéndum autonómico», para erigir a ese territorio en una autonomía y darle las competencias que ellos desearan.
Y en Bolivia, además, hubo fraude. Foto: ABI No me adentraré mucho en las cuestiones políticas bolivianas. Basta llamar la atención sobre la forma de los mensajes. El de El País me hace saltar. Un «varapalo» (o más cubanamente: un trastazo) solo puede recibirlo un político en una consulta popular legítima, legal. Los laboristas del Reino Unido, por ejemplo, sufrieron uno hace menos de una semana, cuando quedaron en tercer lugar en unos comicios municipales que cumplían estándares legales. Pero si un grupo de chiflados montaran por su cuenta una urna en Trafalgar Square, elaboraran ellos mismos las boletas, e hicieran al final un conteo que les otorgara la «victoria», ¿alguien medianamente cuerdo o medianamente justo aceptaría el resultado como un «varapalo» contra el partido en el poder?
Pues bien, es lo que ha ocurrido en Bolivia. La posibilidad de conferirle a una región el carácter de «autonomía» no aparece en la Constitución vigente (al contrario de en la elaborada bajo el mandato de Evo, pendiente de aprobación), y mucho menos la potestad de que una autoridad regional llame a un referéndum sobre ese asunto. Ambos aspectos fueron obviados por quienes organizaron esa consulta por su cuenta, como los hipotéticos locos de Trafalgar Square. Y sin embargo, en el preámbulo de su «estatuto» reza que este ha sido «establecido de acuerdo con lo previsto en la Constitución Política del Estado». ¿En cuál, señor mío?
En El País saben muy bien que esta engañifa de los sectores pudientes de Santa Cruz sería imposible de reeditar en Estados europeos con fuertes componentes plurinacionales. En España está el caso del País Vasco, una región signada por el enfrentamiento entre el Estado español y el grupo separatista armado ETA hace más de 30 años, y donde existen notables diferencias culturales y lingüísticas con otros sitios de la Península, tal vez más ostensibles que las que guarda Santa Cruz con el occidente de Bolivia.
Pues bien, ahora mismo está sobre la mesa un referéndum propuesto por el jefe del gobierno autonómico, Juan José Ibarretxe. En esa consulta, prevista para el 25 de octubre, se pondría a consideración de los votantes un eventual pacto político entre el gobierno local y el Estado español, sobre los siguientes principios: rechazo a la violencia, compromiso de la sociedad vasca «con vías exclusivamente políticas y democráticas», y «respeto a la voluntad de la sociedad vasca» (a saber, que si en el futuro quisieran mayor autonomía, o la independencia, se les reconociera).
¿Qué ha dicho Madrid? Pues que nada de referéndum, y que según la Constitución (y es muy cierto), solo el Estado puede convocar una consulta popular por esa vía.
La iniciativa de Ibarretxe merecerá, en otro momento, un comentario aparte. Pero queda visto que en este mundo nadie traza una línea en el suelo y levanta una cerca porque le da el deseo, y punto. Hay leyes, y hasta tanto no se modifiquen, la sociedad se rige por ellas, lo mismo en Bolivia que en España. Allí mismo, en 2005, los catalanes presentaron al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero un proyecto de Estatuto de Autonomía, y este expresó la necesidad de enmendar el texto, para adecuarlo «con respeto a la Constitución», en temas como el financiamiento, los impuestos y hasta la propia definición de Cataluña como «nación». Hoy, en el artículo 1, el «Estatut» se refiere a ella como «nacionalidad». Al final, un eufemismo para decir lo mismo: que los catalanes son una nación, o en términos de la Real Academia de la Lengua, un «conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común». Pero se tuvo en cuenta el criterio de Madrid; hubo consenso, y orden.
Si así proceden allá, ¿es mucho pedirle a El País y a otros respeto para las leyes de un país empobrecido, que a nadie le interesó jamás, como no fuera para ser saqueado?