El propio destinatario leyó y puso en mis manos los papeles, cuando faltaban minutos para comenzar el programa. No había dudas: la letra era clara y el mensaje también. Ni la presbicia me podría confundir.
Pero a esa hora, Fidel ya sabía que Randy no conduciría el espacio esa tarde y llamó al estudio. Del otro lado de la línea, su voz inconfundible me sorprendió por la energía. Más allá de las palabras –«...no sabía que serías tú, pero puedes decir que me parece mejor que lo lea una mujer...»— la vitalidad del sonido resultaba deslumbrante.
Me conmovió la cortesía. La explicación que no tenía por qué dar y que sin embargo eligió dar directamente. Pero, por sobre cualquier otra sensación, me estremeció escucharle hablar: como si no hubieran pasado los años, ni los maratones de trabajo infinito, ni los sacrificios permanentes del sueño, ni las renuncias al descanso, ni las batallas contra la fatiga y la inercia de los otros, ni la caída, ni las operaciones, ni las torturas de los fisiatras...
No perdón, esto último sí. Evidentemente allí estaba, sonando en mi oído, una de las explicaciones a la Reflexión publicada por la prensa aquel mismo día, un homenaje a Elena Pedraza, la rehabilitadora chilena de 97 años que tantos aportes hizo y hace a una de las especialidades médicas en las que Cuba es una potencia.
De Elena y de la historia de la rehabilitación en Cuba me volvió a hablar, cuando hubo más tiempo, tras concluir la Mesa. Y también de todos los libros que está leyendo, con la voracidad del infatigable lector, del insaciable consumidor de conocimientos que es. «No podía antes, en medio de tantas tareas, leer lo que ahora leo. Y qué vergüenza me da percatarme de cuántas cosas importantes ignoraba...», comentó y sonreí pensando que, como él suele afirmar una y otra vez «toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz».
Esa noche volví a la casa en estado de gracia. No sentí sueño hasta bien entrada la madrugada. Repasaba una y otra vez su voz, sonora y renacida, casi alegre y me desvelaba la idea de no haber alcanzado a transmitir esa información a tantos que quieren saber cómo está Fidel.
Dos días después, amigos sobre los que también hablamos, eran desvelados por idéntica causa. Ellos mismos, después de sostener con él una conversación larga y apasionante sobre lo humano y lo divino, sobre nuestra realidad y sobre la que amenaza afuera, habían entendido por fin lo que yo quise decirles y no dejaban de comentar sus impresiones: «Sigue siendo capaz de hablar de montones de temas a partir de una idea, aunque ahora las dice en menos tiempo». «Lúcido, coherente, alegre». «Suena joven». «Es la voz del genio reposado», resumió una magistralmente.
No soy, como ven, la víctima de un espejismo de mis deseos. Soy apenas una más de varias personas que han tenido la suerte de confirmar de primera mano la certeza del diagnóstico hecho por Raúl al hablarle a los electores de Santiago de Cuba que el 20 de enero votarán por Fidel.
Sé que en mi caso apenas fui una afortunada de las circunstancias y no lo cuento para presumir de ello. Es que el periodismo al que debo esa suerte, no me permite callar una noticia que interesa a tanta gente.