Los estadounidenses disfrutan de una ventaja en su economía personal pues pagan por los alimentos que consumen menos que cualquier otra nación. En cambio, esos alimentos baratos son considerablemente caros para la salud, la seguridad, los salarios y las condiciones laborales de los trabajadores, en amplia mayoría inmigrantes, que producen tales alimentos en Estados Unidos.
El sistema industrial que suministra esos alimentos está implicado en la utilización de mano de obra barata y se aprovecha de la poca rigurosa aplicación de las ya débiles normas laborales, lo que significa a menudo peligrosas condiciones de trabajo, abusos físicos y sexuales que en casos extremos han sido comparados a una moderna esclavitud.
En algunos aspectos, las condiciones laborales para estos trabajadores son apenas algo mejor que las documentadas por el periodista Edward R. Murrow hace medio siglo, cuando reveló la existencia en Estados Unidos de una hasta entonces desconocida clase marginal de trabajadores inmigrantes que debían soportar explotaciones de todo tipo durante las cosechas de tomates a mediados de los años 50 en Immokalee, Florida.
Allí, como en muchas otras partes en este país, inmigrantes desarraigados, en su gran mayoría de América Central, cosechaban productos alimenticios que ellos mismos no estaban en condiciones de comprar.
Actualmente, la misma región es el escenario de una lucha épica de los trabajadores inmigrantes en reclamo de unas condiciones decentes de trabajo. Esos trabajadores viven como promedio unos 49 años, mientras que el promedio de vida de los estadounidenses es de 78 años. El ingreso medio anual es de solo 7 500 dólares —6 500 en Florida— en tanto que el ingreso familiar medio en Estados Unidos es de 48 000 dólares.
Si se tiene en cuenta la inflación, el ingreso de los trabajadores inmigrantes cayó en 60 por ciento en los pasados 20 años. Cada año, 20 000 trabajadores rurales requieren tratamiento médico por envenenamiento agudo causado por los pesticidas y muchos otros casos no son denunciados.
Mientras que los agricultores de Florida reciben diez dólares por un cajón de 25 libras de tomate, los recolectores reciben 45 centavos por 32 libras, o sea menos del cinco por ciento de lo que obtienen los granjeros.
Sin embargo, el granjero no es el gran ganador en este sistema. Las grandes cadenas de comida rápida ejercen una intensa presión hacia abajo en el pago a los granjeros, quienes a su vez recortan los salarios de los trabajadores para mantener su propio margen de ganancia.
De frente a esas sombrías realidades, a principios de los años 90 un grupo de trabajadores agrícolas de Florida que se autodenominó Coalition of Immokalee Workers (CIW) comenzó a organizarse. Por medio de paros parciales y huelgas generales, en 1998 los trabajadores de Immokalee obtuvieron de las industrias del alimento aumentos de entre 13 y 25 por ciento. Una serie de campañas altamente publicitadas tuvo éxito en persuadir a Taco Bell, Pizza Hut, Mac Donald’s y otras empresas a aumentar en un centavo por libra el pago a los trabajadores de Immokalee.
Sin embargo, para otorgar condiciones de subsistencia plena a los trabajadores inmigrantes hará falta más que un poco de aumento salarial. Requerirá un cambio sistémico. No solo se deberán pagar salarios dignos a los trabajadores rurales sino que además las normas gubernamentales deben llevar las prácticas laborales agrícolas a la altura de los estándares de los derechos humanos globales.
Este no es solo un problema de Estados Unidos. En un cada vez más integrado sistema global de producción de alimentos, los consumidores ricos en América del Norte y Europa se han acostumbrado a aguardar bajos precios en los alimentos. Pero esos precios, que son bajos para ellos, tienen grandes costos escondidos en materia de combustibles y transporte, de devastación ambiental, de explotación de los trabajadores y de conflictos sociales.
Gran parte de los alimentos que llegan a nuestras mesas en Estados Unidos han sido cultivados y cosechados en lugares distantes por agricultores marginales que reciben una minúscula porción de lo que nosotros pagamos por esos productos. Expulsados de sus tierras por los tremendamente bajos precios de las materias primas terminan por agolparse en las ciudades del mundo en desarrollo en busca de trabajo.
Al fracasar, su desesperación se convierte en un caldo de cultivo para la delincuencia o para movimientos extremistas. Nuestra abundancia no debe ser construida sobre la base de su indigencia. El fabricante de automóviles Henry Ford, un capitalista que actuaba en su propio interés, entendió este principio elemental cuando insistió en pagar a sus trabajadores lo suficiente como para que pudieran comprar los automóviles que construían. ¿Cuánto queremos pagar por los alimentos que comemos para asegurar que aquellos cuyo trabajo trae esa comida a nuestras mesas reciban un pago suficiente como para que también la puedan comer? (Tomado de IPS)
*Director del programa radial internacional A world of possibilities (www.aworldofpossibilities.com).