«Brother, échame un looking al aparato, que anoche se puso sanci con un bajón de corriente y se ñampió completo».
Así, ni más ni menos, solicitó el cliente que revisaran su equipo electrodoméstico en un taller de poca monta.
En otro tiempo probablemente no hubiera entendido ni un palabra de esa jerga, pero el imperio de la reiteración suele convertir en ordinario lo que antaño parecía estrambótico; de modo que pude, como muchos, traducir cada término de aquel usuario mozo e impetuoso.
Mi gran miedo, sin embargo, es que mañana el hormiguero de vocablos «modernos» no me permita descifrar ya la más mínima conversación, juvenil o adulta, de cualquier esquina; o que, llegado a ese mismo taller, me confundan por mi lengua llana con un extraterrestre.
Mi pavor es que el castellano, tan caudaloso en palabras e imágenes, se nos siga inundando de piedras idiomáticas hasta el punto de estrecharle el cauce a un hilillo o de trancarle, al final, toda el agua.
Temo, también, por el funeral sin flores de las frases gentiles, porque a ratos uno vislumbra que la innovación lingüística, los «aseres», «moninas», «nagües», los «te aloviu, brother» y los «desmaya la talla» irán sepultando poco a poco la urbanidad y los mejores modales, esos concebidos para distinguirnos del resto de las especies.
No resulta una preocupación individual y mucho menos nueva. Hace mucho tiempo una canción nos alertaba en un estribillo que «Si Burundanga le dijo a Malanga...» nuestro español podía resbalar por un precipicio hasta volverse, en el grito por la caída, puro ruido.
Cinco años atrás JR reflejaba en sus páginas ciertos modos novísimos de galantear, que llevaban a un muchacho, en plena calle capitalina, a solicitarle a su novia un increíble «Dame un beso en la boca, asere».
Cierto que toda lengua se mueve, cambia, incorpora giros, late al compás del tiempo y del viento de las sociedades. Por eso mismo, sería incongruente defender las locuciones de la era del Quijote o aspirar a que una persona diga ante el martillazo brusco en el pulgar: «Oh, caracoles de la Tierra y los cielos, en mi rol de carpintero me he castigado con el hierro un importante dedo de la diestra».
Además, ya lo dijo con acierto el dramaturgo y filósofo alemán Christoph Friedrich Schiller: «Hablar con mucha cortesía a veces conquista y otras empalaga».
En este asunto, lo pernicioso asoma cuando reaccionamos siempre como en el ejemplo del martillazo o cuando convertimos el tema más sensible en distracción morbosa al estilo de «se le partió la pura al ambia y mañunga la va a sembrar».
Por ahí andan rodando, hasta en escenarios formales e hipotéticamente corteses, los: «ese tipo es tremendo fula», «tiene un baro largo y una coba soplá», y muchas más oraciones actuales que, con su crecimiento geométrico, dejan en entredicho los esfuerzos por conquistar ese pináculo cultural soñado.
Carmen Conde, maestra, poetisa y narradora española, nos advirtió sabiamente que «el lenguaje es lo más humano que existe. Es un privilegio del hombre... Cada palabra lleva consigo una vida, un estado, un sentimiento». Quizá, para sumergirnos más en la reflexión sobre nuestro idioma cotidiano, sería atinado añadir a su frase la máxima del ensayista y lexicógrafo inglés Samuel Johnson: «El lenguaje es el vestido de los pensamientos».
¿Qué boberías anda pensando, pues, el brother o el cúmbila que se desmaya ante la talla sin pantalla de estas letras?