En octubre del año anterior fue publicado un interesante libro del economista español Luis de Sebastián titulado África, pecado de Europa, el cual agregó cifras pavorosas a las ya conocidas sobre la marginación del continente negro en el contexto económico mundial.
El volumen sostiene que el Producto Interno Bruto (PIB) de todos los países africanos juntos no representa más que el 2 por ciento del PIB mundial.
«Es decir, si toda África se hundiera en el mar (cosa que Dios no quiera), la economía mundial sufriría una pérdida, como máximo, del 2 por ciento de su producto total», se afirma en el texto.
«Es como si hubiera habido una extensa inundación en EE.UU. o un terremoto fuerte en Japón. Nada más. La insignificancia económica de África a nivel mundial es el resultado del expolio, el desgaste, el abandono y la marginación a que ha estado sometido este continente a través de los siglos», complementa el análisis.
Lo anterior nadie lo duda; ni siquiera los propios agentes colonizadores, que sin embargo poco hacen por paliar la situación, y antes bien la agudizan extrayendo de allí no solo los recursos materiales sino el talento humano indispensable para el desarrollo.
Los 600 millones de africanos, sometidos a la peor situación sanitaria de ser humano alguno en el planeta, observan, no obstante, cómo cada año 23 000 profesionales médicos abandonan el continente para trabajar en hospitales de Estados Unidos, Inglaterra, Australia o Nueva Zelandia.
Acorde con datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la sangría ha cobrado fuerza vertiginosa en las últimas décadas, escenario de expansión de pandemias como el sida. Si en los 70 del pasado siglo emigraban 2 000 doctores africanos anualmente, en los 90 lo hacían 8 000. Hasta estar a punto de alcanzar en breve los 25 000.
Un reciente documento de la OMS exponía que existen más médicos etíopes en Chicago que en Etiopía; más galenos de Ghana trabajando en el extranjero que en su país. En tanto, más del 70 por ciento de los médicos graduados en Zimbabwe durante la década anterior se fue de esa nación.
Según informes de la Organización de Médicos Sudafricanos, solo entre 2000 y 2004 alrededor de 4 000 médicos de dicho país emigraron.
La crisis de los sistemas nacionales de salud africanos se agudiza ante esta extracción sistemática de sus profesionales, quienes no solo huyen de la pobreza y la falta de recursos, sino que toman tales decisiones ante las activas prácticas de contratación de los países ricos.
Cosa por la que, justo diez años atrás, Nelson Mandela reclamaba a Inglaterra el cese de tales políticas. Reproche que en su momento generó la firma de un código ético británico encaminado a evitar el robo de cerebros. Muy pronto burlado por los hospitales y empresas privados.
El fenómeno del robo de cerebros no es nuevo, y se acentuó en los tiempos de la globalización. Estudios de diversos organismos internacionales subrayan que no solo los países pobres de África, sino los del Caribe y Centroamérica sufren masivas pérdidas de sus talentos más preciados.
Por citar solo un ejemplo: el 84 por ciento de la más calificada fuerza laboral de Haití emigra.
El propio Banco Mundial ha reconocido que «el número de graduados universitarios extranjeros laborando en EE.UU. aumentó en diez por ciento en 2006; y el talento extranjero continúa impulsando el control norteamericano del conocimiento científico».
Alrededor de dos terceras partes de los 3 800 investigadores que laboran en el Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos provienen del exterior, en lo fundamental de China, India y Japón.
Así sucede en buena parte de las áreas del conocimiento científico. Lo que están robando no es solo talento, sino esperanza, posibilidades de desarrollo... Incluso el mañana.