Dibujemos, por un momento, una avalancha de ciclistas surcando las entrañas de una plaza pública.
«Ahí viene Pedalín en su caballito de metal, al frente de la caravana multicolor. ¡Pedalín... con el corazón, para el primer lugar!», llegaría a describir un cronista. Así, con emoción incluida.
Nuestro dibujo sería, sin embargo, un colosal disparate. Porque casi todas las plazas de la nación suponen solemnidad máxima y consiguientes restricciones, hasta para los velocípedos.
Pero el absurdo, a veces, se adueña de la realidad cotidiana. El poderío de la costumbre puede ser tal, aun para los dislates, que con frecuencia no sentimos en el ojo ni el hierro más pesado.
Lo digo, por ejemplo, por las escenas ilógicas que salpican a menudo la Plaza de la Patria, de Bayamo, aquella en que los cubanos festejamos el más reciente 26 de Julio.
Ese sitio sagrado de la nación, rematado con piso de granito pulido, se ha convertido hoy, sobre todo en horarios vespertinos —y valga la hipérbole—, en una pista de bicicletas y de alguna que otra carriola; en el sitio perfecto para demostrar la filosofía de cromañones con yarey que de vez en cuando nos inunda en cualquier rincón del país.
Miles de ciclistas ansiosos por «cortar camino» invaden la plaza a diario en desafío a las señales de prohibición situadas en las cuatro esquinas y a contrapelo de los reiterados llamados de atención de la prensa local. Un lunes, en ocho minutos de reposo, conté 26 conductores de bicicleta (uno cada 18,4 segundos) y dos de ellos iban en veloz competencia, como si pujaran por llevarse el premio de una meta volante de la vuelta ciclística a Cuba.
Tal vez si ese pedaleo constante y «sin maldad» no tuviera incontables interpretaciones no lo traería alarmado a estas páginas rebeldes.
Pero detrás de ese ir y venir de gomas hay más que una simple irreverencia o una brecha por la falta de vigilancia. No se trata solo de una estampa de «incivilización» a los ojos de todos. O de que alguien presagie ya que poco falta para el paso por allí de tractores y coches.
Detrás de esa «inofensiva indisciplina» subsiste un problema mayor, que no se restringe a un lugar específico de la nación porque la incultura lo mismo conduce a un «bicicletazo masivo» en una plaza oriental que al robo continuo de los espejuelos de Lennon en un parque capitalino, como ya denunció un colega en este diario.
Ese pedaleo irrespetuoso en un pedacito venerable de Bayamo está emparentado de algún modo con el lanzamiento bárbaro de pelotas contra los muros del Museo de Bellas Artes de la capital del país; un hecho que censuró otro cronista, el mismo que nos subrayó cuánta alarma causaría la imagen de un partido de fútbol en plenos Campos Elíseos, o la de un torneo de pelota vasca contra las paredes del Hermitage.
Ese enjambre de ciclistas está conectado con el avispero que incomoda el Capitolio nacional con juegos de «tradición», o con el «Carlitos y la Javá U.P.S.» estampado subrepticiamente en la pared de una galería.
¿Adónde mandamos, cuando suceden esas cosas, la cultura general e integral, que tanto soñamos? La vida nos lo dice: el proyecto educativo esbozado hace varios años no cuaja únicamente con teleclases, enciclopedias, tratados, computadoras... turnos de Cívica.
No obstante, el optimismo repara la confianza en el tiempo futuro. Hemos de pensar que mañana comenzarán a descongelarse las resacas de incultura, todavía presentes en este tiempo, y nadie pensará en agraviar con una rueda una plaza histórica. Que nadie aplaudirá —ni siquiera subliminalmente— el más pequeño de los disparates.