Vamos a ver, ¿a quién no le gusta el lechón asado? Oiga, se necesita ser un melindroso de talla extra o un huérfano de paladar para no inclinar la glándula pituitaria y las papilas gustativas ante ese olor y sabor exclusivos e irrepetibles que despide un marrano desde la vara cuando ya está a punto de ser bajado para el convite. Y si es el pellejito así bien ampollado, crujiente y brillante de grasa... Bueno, ¡por favor!
El puerco asado es, no me caben dudas, nuestro plato nacional por excelencia. Nos viene desde quién sabe cuánto tiempo, ¡tal vez siglos! Qué congrí ni congrí... El congrí nació para hacerle compañía a la carne asada, junto con la yuca con mojo y la ensalada de tomates y de lechugas. Bien que lo sabemos los cubanos, lo mismo un 26 de julio que un 31 de diciembre. O cuando sea, qué caramba. Porque —usted lo sabe— cualquier día es bueno para pasarle la cuenta a un puerquito, ¿verdad?
Como mismo la mayoría de los criollos de ley nos consideramos expertos en temas beisboleros, también alardeamos de nuestra sapiencia para asar un puerco en púa. ¡Qué difícil es ponerse de acuerdo en este asunto! Mil veces lo viví en carne propia allá en mi entrañable Manatí. Cada vez que los socios acordábamos hacer una ponina y comernos un «bichito», al instante aparecían los sabihondos con sus teorías de que si se asa así o se asa «asa’o». ¡Y qué discusiones se armaban, madre mía!
Los matices eran variados. Unos sugerían que el combustible a utilizar no fuera leña, sino carbón, aduciendo que quemaba mejor y más parejo. Otros recomendaban echar de vez en vez en la candela hojas de guayaba para darle buen sabor a la carne. Había también quienes insistían en arrimar más las brasas para la zona de la cabeza del animal, en contraposición a los que argumentaban que era en los perniles donde se debía incrementar el calor. Y así todo el tiempo, desde el comienzo hasta el final.
Una porfía frecuente giraba en torno a la velocidad de rotación de la vara. «¡Dale vueltas más rápido!», decía Fulano, recién llegado. «¡No, señor, dale más despacio!», decía Mengano, con dos rones encima. O también: «¡Sacude para que bote la grasa!», decía Zutano, adoptando pose de entendido. «¡Ya se puede sacar!», decía Perencejo, conminatorio y seguro. «¿Tú estás loco? ¡Si todavía le falta por lo menos media hora!», decía Melgarejo, listo para polemizar. ¿Y a quién obedecer?
Todo este ciclo de «conferencias», por cierto, se desarrollaba entre ronazos, por lo cual abundaba la vehemencia en los criterios y la autosuficiencia al exponerlos. ¡Aunque nadie los hubiera solicitado! Sí, definitivamente, para asar un puerco hay que hacer como mi vecino Cucú aquel fin de año: colocó junto al hueco donde se disponía a asar su lechoncito un cartel con letras bien grandes que decían: «Amigo, sé cómo asar un puerco, así que guárdese sus opiniones». Y resultó.
En fin, amigo mío, asar un puerco no es solo cuestión de dinero, sino también de sapiencia. Al menos es lo que aseguran los «expertos» en el asunto, que nunca faltan en los convites. Pero lo simpático es que a la hora de sentarse a la mesa todos —duchos y profanos— olvidan agravios y dicen a una voz: «¡Qué bueno quedó!» Aunque el pellejo se hubiera chamuscado y la carne quedara semicruda. Es que, como le dije, ¿qué cubano puede hacer mutis ante un lechoncito asado? ¡Ninguno, compay...!