Lo cubano resulta una definición que extravasa casi todos los conceptos, porque su almendra ha sido moldeada a partir de la comunión de singularidades disímiles, a veces reacias a ser atrapadas entre líneas y papel.
Lo ilumina un arcoiris que coloreó las historias seculares, no solo desde el primer paso de Colón, sino desde antes, cuando ni siquiera había sido escrita a las puertas de esta tierra la famosa Relación del viaje del Almirante: en la época de los areítos, los grabados rupestres y los ritos de la recolección.
Tan extenso como ignoto resulta tal período, y no más sospechada es su inmensa riqueza, inmersa prácticamente en las volutas de la desmemoria, a falta del verbo celador refrendado en la tinta.
Está interrelacionado el despegue de las distintas manifestaciones de la cultura cubana, sobre todo la literatura, al proceso de formación de una conciencia nacional que ya tuvo sintomático exponente hablado en aquella frase pronunciada, bien temprano, en 1547, por el canónigo Miguel Velásquez, hijo de india y español: «¡Triste tierra la mía, como tierra tiranizada y de señorío!».
Tal cual certeramente consignara Max Enríquez Ureña en su Panorama histórico de la literatura cubana, «la historia literaria de Cuba, vista a través de sus personalidades más conspicuas, produce la sensación de un campo de batalla en el cual es incesante el choque de las tendencias políticas irreconciliables».
¿Cómo olvidar los ecos de las diatribas antiesclavistas de Fray Bartolomé de las Casas; la épica patriótica de Silvestre de Balboa en nuestro protopoema Espejo de paciencia; la voz del obispo Morell de Santa Cruz en contra de los invasores ingleses y la actitud de vanguardia asumida en la educación por José de la Luz y Caballero?
¿O las reformas en las enseñanzas filosóficas emprendidas por el padre Varela y los versos literarios de Heredia: «Nos combate feroz tiranía con aleve traición conjurada y la estrella de Cuba eclipsada para un siglo de honor queda ya...»?
¿Cómo no pensar en la energía de la polémica de Saco, reclamante de libertades políticas para los criollos, tanto como en Domingo del Monte, ese brillante intelectual al que Martí considerara «el más real y útil de los cubanos de su tiempo»; la vocación patriótica de José Jacinto Milanés?
¿O el sentimiento antiesclavista incorporado a su novela Sab por Gertrudis Gómez de Avellaneda; la devoción a su tierra de Luaces; el ideal separatista de Mendive; las constantes impugnaciones del Zenea emigrado a la metrópoli; el tribunismo revolucionario de Zambrana; la colosal visión política y la extraordinaria altura literaria de Martí?
Representa lo nacional una fundición cuya amalgama de signos fue empotrada, en el decurso de la cubanidad, a la hechura de una nación aprehendedora de esencias vastas, conformadoras de un acervo en el cual prima el influjo de una autoctonía madurada al calor de múltiples bases de identificación.
De ahí la particularización de lo cubano tan raigalmente descrita por varios intelectuales eminentes en no pocos momentos de la historia de este país: Villena, Mañach, Roa, Vitier, Fernández Retamar...
Del cúmulo de referencias agrupadoras del concepto de «lo nacional» valiéronse personalidades como las anteriores y otras para rubricar la exégesis distintiva y singularizante, desbrozadora del camino hacia lo personal, propio y auténticamente cubano.
Expresado ello —visto desde la más plural asunción—, lo mismo en el pensamiento y la obra de Maceo, en una nota de Ignacio Cervantes o una caricatura antigubernamental de Abela de los 30; en un cuadro de Lam, una estrofa de Guillén o un artículo de Carlos Rafael Rodríguez.
En el diálogo popular de Camilo o el discurso permanente de soberanía de Fidel.
En la estela de pueblo en que ha sido envuelto el Comandante en estos meses de combate y prueba.
Tras sus esencias, murmura el cauce diáfano de la nuestra, sedimentada y hecha carne en los modos de obrar y pensar de este pueblo y sus líderes.