Había una vez un hombre que era muy querido en su aldea, porque contaba historias. Todas las mañanas salía, y al anochecer, cuando volvía, los trabajadores, después de haber penado durante el día, lo rodeaban, diciéndole: ¡Vamos!, cuenta. ¿Qué has visto hoy?
Y él contaba: he visto en la selva a un fauno, tocando la flauta, y un coro de faunos bailando en derredor. ¡Sigue!, le impelían los oyentes, ¿qué más has visto?
Al llegar a la orilla del mar he visto a tres sirenas al borde de las olas, peinando sus cabellos verdes, decía. Y los hombres lo amaban porque les contaba historias.
Mas una mañana salió, como todas, de su aldea, pero al llegar a la orilla del mar vio tres sirenas al borde de las peñas, peinando con su peine de oro sus cabellos verdes. Y continuando su paseo, vio al llegar junto al bosque un fauno tocando la flauta y un coro de faunitos.
Y aquella noche, cuando volvió a su aldea, y le dijeron todos, como todas las noches: ¡Vamos!, cuenta. ¿Qué has visto hoy?, el hombre contestó: No he visto nada.
Lo anterior, en esencia, pertenece a un precioso apólogo (fábula moral) suscrito por Oscar Wilde. Y en verdad posee multiplicidad de lecturas, aunque cobra valor sobre todo por cuanto de vigente sapiencia encierra en comprender el carácter de los seres humanos.
La especie no pudo prescindir de la fantasía —y la belleza que genera— para su supervivencia. Ese aldeano tejedor de historias, no mentía; solo inventaba lo que su imaginación soñaba existía en realidad.
Pero cuando la realidad desdibujó su poética de lo ilusorio, por cuerpo de la concreción de lo supuestamente irreal, el hombre sufrió un choque, cuyo impacto no estaba preparado a superar.
La ensoñación, la sugerencia y la fe confieren poder de obrar a los mecanismos de la fantasía: llegar a ella entraña abrazarlas, e incluso sucumbir a ese convenio tácito de creerla posible aun sin pensarlo.
Necesitamos la fantasía, hasta a costa de fabular en su búsqueda; y sin embargo no estamos del todo preparados para aceptarla. Ciento y tantos años atrás una suerte de profeta como Wilde lo sabía. Pero así y todo es preciso no abjurar de sí. Y mucho menos los que tenemos el timón al mundo del niño.
Si a los que por nuestra condición de padres nos fue planteada tal misión hacemos caso omiso a ella, en desmedro de alimentar ese universo infantil urgido de las maravillas coloreadas por la imaginación, no mucho habrá que hacer por la fantasía en el mañana.
Si procedemos a la cruda e insensible operación de trueque de los cuentos de hadas por las tramas de sangre de los videojuegos, solo quedarán rescoldos de su fuego.
Si mandamos a Salgari de vuelta eterna a Mompracen y a Verne a hundirse para siempre con Nemo en el submarino, estaremos ahogando por expreso deseo la ilusión de quienes nos sucedan.
Levantar una pira para la fantasía en la infancia podría tildarse de leso crimen, si existiesen juzgados al efecto. Ese pequeño educado en un materialismo rayano en lo sórdido, que a los ocho años se conoce cuanto calzado «de marca» existe, pero que no sabe si el zapatito de Cenicienta era de cristal o de palo, ¿qué podrá enseñar a su vez a sus hijos?
Pocas niñas quisieran estar entonces en el papel de hijas de las que hoy no rebasan los diez años, y ya mami las deja, desde que sueltan la mochila de la escuela, enterarse del mínimo cabo del conflicto de la más improductiva telenovela mexicana alquilada.
Ellas y los que alelan con la última versión de Bloody Blades o cualquier otro videojuego de vísceras afuera no tendrán tiempo para saber de sirenas verdes peinándose sus cabellos con su peine de oro, ni de un coro de faunos bailando en el bosque en derredor de un canto de flauta.
Mucho menos serán exhortados a devorar cien páginas de Emilio Salgari. La radical vulgaridad del presente impuesta por sus padres no lo permitirá.