La petición de un niño es sagrada. Por eso, cuando el niño que llevo dentro me pide leer otra vez El Principito, no puedo negarme aunque quisiera.
El texto de Saint-Exupéry es siempre una escuela en campaña. Apenas una carpa ante nuestros ojos bajo la cual se guarece el misterio de una literatura que, como los mismos niños, no se explica sino se disfruta y nunca se cansa de jugar a mejorarnos el corazón como si se tratara de un pedazo de plastilina dúctil y colorida.
Sagrada la vocación de ese personaje diminuto de hacernos pensar; y cito una de sus tantas sutiles lecciones: «Las personas mayores aman las cifras. Cuando ustedes les hablan de un nuevo amigo, nunca preguntarán lo esencial. Nunca dirán: ¿Cómo es su timbre de voz? ¿Cuáles son los juegos que prefiere? ¿Colecciona mariposas? En cambio preguntarán: ¿Cuántos años tiene? ¿Cuántos hermanos tiene? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre? Solo entonces creen conocerlo. Si ustedes dicen a las personas mayores: He visto una bella casa de ladrillos rojos, con geranios en las ventanas y palomas en el techo..., no llegarán a imaginarse la casa. Habrá que decirles: He visto una casa de cien mil francos. Entonces exclamarán: ¡Qué belleza!»
Cuántas veces al día vivimos agobiados como ese piloto al que se le averió su avión y cayó en el desierto. Y, como el mismo Saint-Exupéry, tratamos de intentar, completamente solos, una difícil reparación en la que nos va la vida. Son esos momentos en que estando acompañados sentimos un vacío en el alma que se nos confunde con la sensación de debilidad en el estómago si no existe una estrategia colectiva.
Esa pérdida del optimismo, que nos aporta la fantasía en la medida que crecemos, se nos hace crónica si no tratamos de resguardar la ternura de la inapetencia diaria por el vivir.
La ternura, ese sentimiento casi en extinción en los propios niños nuestros con tanto Play Station y Spiderman pretendiendo ganarle el combate a Elpidio Valdés, merece ser rescatada como las hermosas princesas atrapadas en las torres de los castillos de la infancia.
Un niño sin imaginación ni buenos sentimientos luego será un adulto autómata. Uno de esos tantos que pululan por ahí con el «no se puede» de guardia en la boca, incapaces de desafiar las leyes de la lógica y treparse al cohete de la amorosa locura por enmendar lo que anda suelto, sin control, por este mundo. Esas gentes a quienes la utopía se les ha muerto como los lechones en el vientre.
Cuánto profesional no hay, cuánto funcionario incluso con títulos de doctores o con las más disímiles maestrías, que solo son geniales en la mansedad del papel y no en el acto restaurador; que a la hora de aportar una solución rápida y creativa a un asunto común el avión se les viene abajo y se creen morir en el más terrible de los desiertos del cual nunca se sale vivo: el alma solitaria y ríspida.
Y uno entonces, cuando tiene que chocar con esas «deidades» de la nada, une como globos frases y escenas del hermoso libro: la de aquel rey que no gobernaba a nadie y que no supo regalarle al Principito la puesta de sol solicitada; el vanidoso que situó como sinónimo de admirar la frase «significa reconocer que soy el hombre más hermoso, el mejor vestido, el más rico y el más inteligente del planeta»; el bebedor empedernido que, desde su pequeño hábitat, sumergió al pequeño en una gran melancolía; el hombre de negocios que creyéndose dueño de las estrellas no sabía ni nombrarlas: «Pequeñas cosas doradas que hacen soñar a los holgazanes. ¡Pero yo soy serio! No tengo tiempo para soñar»; o la ineficacia del farolero que vivía encendiendo y apagando el único farol de su asteroide bajo un único slogan repetitivo: «No hay nada que comprender. La consigna es la consigna»...
Cuba, ahora más que nunca, necesita de niños inteligentes y creativos, y eso es responsabilidad, en primera instancia de la familia y, en segunda, de las instituciones educacionales. Método por método da, como único fruto, gente metódica. Se necesita de lo mejor del ingenio, no de su parte externa que es la picaresca callejera, para educar de manera que no tengamos que lamentarnos, como el autor del libro cuando confiesa: «Mas yo, desgraciadamente, no sé ver las ovejas a través de las cajas».
No basta, como en el sexto planeta de la historia, contar con un científico que no se considere un explorador, ni esté para eso, y afirme que «El geógrafo es demasiado importante para ir de un lado a otro. No debe abandonar su mesa de trabajo. Recibe a los exploradores, los interroga, toma nota de sus informaciones. Y si las informaciones de uno de ellos le parecen interesantes, el geógrafo ordena hacer una investigación sobre la moral del explorador».
Ante la posible presencia de la mortal serpiente, como en el último sitio visitado por el tierno e ingenuo personaje, la Tierra, evitemos vivir engañados como él por el eco de las montañas para que no tengamos, luego, que decir por su bendecida y sabia boca: «¡Qué raro es este planeta. Todo es árido, todo puntiagudo y todo salado. Y los hombres faltos de imaginación. Repiten todo lo que uno les dice...»