Los mismos carteles de antaño volvieron a la Plaza de Mayo. Foto: AP
A la luz de los hechos terribles que se adivinan en la desaparición de Jorge Julio López, —testigo clave del proceso—, los más acuciosos han entendido que al condenarse al ex comisario de la policía de Buenos Aires, Miguel Etchecolatz, se han empezado a tocar «piezas sensibles» del engranaje represivo de la dictadura militar argentina. «Concretamente, no a los jerarcas que ordenaban la tortura (...) sino a aquellos que enchufaban las picanas», apuntó el diario Clarín. Los criterios más generalizados, sin embargo, entienden que el secuestro (¿o la muerte?) del testimoniante, prueba la coexistencia de la ciudadanía con asesinos impunes, inadvertidos entre la gente común...Sería preocupante la persistencia del sentimiento que, por algún motivo sin sustento, ha hecho creer a aquellos oficiales castrenses implicados en la desaparición de 30 000 argentinos, que era «legal» reprimir. Si no, ¿cómo entender este afán de venganza impúdico y desafiante, que vuelve a los mismos métodos cuando los juicios contra los represores pueden fluir?
Peor aún: algunos piensan que la desaparición de López queda en el impreciso punto ubicado entre la advertencia y la amenaza; para que se muerdan la lengua los otros que pretendan declarar, en alguna del medio millar de causas abiertas...
Colofón de una lucha desarrollada con denuedo por las inagotables Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y otras organizaciones sociales —sin olvidar a los abogados que buscaron resquicios en el hasta hace poco cerrado entramado legal—, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida fueron finalmente anuladas cuando asumió Néstor Kirchner.
Así, Etchecolatz resultó el segundo represor procesado después de la desaparición de las leyes, y el primero condenado a reclusión perpetua por un delito que expresa bien lo ocurrido en Argentina y en el resto de los países asolados por las dictaduras en los años 70: genocidio.
En el proceso se le identificó como la mano derecha del jefe de la Policía Bonaerense, general Ramón Camps, y como administrador de veintinueve campos de exterminio que funcionaron en su jurisdicción. Fue ejecutor del secuestro que en octubre de 1976 se llevó al propio Julio López, y lo mantuvo por dos años en los centros clandestinos de «detención».
No se sobresaltaron en vano, entonces, quienes redactaron proclamas y mensajes pidiendo ayuda pocas horas después de notar la ausencia del testigo —hoy, un albañil de 76 años—, en la audiencia donde se presentarían los alegatos de las querellas contra Etchecolatz, y hacia la cual había partido desde su hogar en La Plata, la mañana del pasado 18 de septiembre.
Durante 11 días de denuncias y búsqueda infructuosa que hace cada vez menos probable la hipótesis de que López sufriera algún accidente o shock, se ha revelado que media docena de abogados y fiscales recibieron, como él, amenazas por participar en este proceso u otros vinculados a la era de la dictadura militar, tales como la Operación Cóndor.
En demanda del esclarecimiento de su suerte, miles de argentinos se congregaron este miércoles en los alrededores de la Plaza de Mayo. Sus demandas poco se distanciaron de las que hoy, en muchas partes del mundo, denuncian el terrorismo de Estado. «Ahora, ahora/ resulta indispensable/ aparición con vida y castigo a los culpables».
Citada por Clarín, Nilda Eloy, sobreviviente de la dictadura y testimoniante junto a Julio en el juicio contra Etchecolatz, sintetizó las esencias. «Resulta estremecedor escucharnos coreando esta consigna nuevamente».
No ha regresado el pasado: pero sus fantasmas siguen ahí.