Cientos de páginas, millones de caracteres, dossier, portadas, galerías fotográficas, crónicas, análisis. Por más de una semana, el mundo periodístico se ha concentrado en Fidel. En todas las lenguas y desde todas las geografías escriben, reconocidos intelectuales o noveles reporteros. Todos quieren hacer la crónica trascendente del hombre que desafió al más grande imperio de la historia, del líder que, a pura fe en el género humano y en su afán de justicia, logró rescatar a la utopía universal del suicidio real-socialista del siglo XX para traerla viva y esperanzada hasta el siglo XXI.
«Seiscientas páginas y no termino», comentaba alguien, después de casi diez horas de infatigable búsqueda y selección de artículos de un solo día y solo en medios digitales.
Por más de una semana, la prensa de todo el planeta parece tener en Fidel a su único protagonista con nombre propio. Y a falta de informes directos se indaga o se especula, se investiga o se inventa, mientras Cuba calla. ¿Quiere el mundo saber más de Fidel que Cuba?
La respuesta está en el silencio, podría decirse parafraseando una canción del pasado siglo. ¿Por qué no intentar descifrar el silencio?
Basta con viajar hasta los cruciales minutos de la lectura de la Proclama del 31 de julio en la voz de Carlos Valenciaga. Esos instantes en que la noche se volvió silencio, un silencio intangible y pesado, fatigoso y punzante, un silencio indispensable y sagrado para sopesar y aceptar las palabras de inconfundible estilo, que anunciaban decisiones tremendas, pero también adelantaban aceptación y confianza. La delegación provisional de responsabilidades impactó, pero no por los nombramientos: para los cubanos en Cuba, solo Raúl y —como diría el propio Raúl— «solo el Partido» podían ser el relevo del liderazgo excepcional.
Lo que sorprendió, lo que golpeó a todos, fue la certeza inmediata de que solo un quebranto muy serio de la salud habría podido alejar, siquiera momentáneamente, a Fidel de sus responsabilidades.
Pero volvamos a aquella noche y a su silencio infinito. Nada de gritos, nada de miedo. A lo sumo angustia y algunas lágrimas sin distinción de sexos. Lágrimas silenciosas como el mismo silencio. Después miradas, abrazos, brevísimos comentarios al estilo de «es que no se cuida, no descansa» y nada más, porque ofendía el mínimo reproche para quien solo había querido ganarle al tiempo una carrera por el destino colectivo. Así fue como el silencio volvió a hacerse absoluto sin que nadie lo decretara.
Al término de la Proclama, la novela de turno retomó la pantalla, pero los volúmenes de los equipos bajaron en todas las casas. Una adolescente que salió para una fiesta en donde sus vecinos bullangueros, regresó sin ser advertida y sin hacer comentarios. Cuba se encerró en sí misma mucho antes de lo acostumbrado. En ese momento era apenas el hogar de una sola familia, donde todos guardaban silencio vigilante y respetuoso con las energías del alma y el cuerpo concentradas en el deseo de que el ser querido convaleciente se recuperara.
Al amanecer el país entero era el mismo y era otro ya. «Calma, normalidad...», advertían los reportes de prensa fechados en La Habana, todavía sin comprender las profundas razones del silencio inusual.
Todavía hoy se escucha un comentario en torno a las primeras horas de aquel amanecer: había como una disposición repentina a hacer las cosas más eficientemente y una impresionante unanimidad en la preocupación general por la salud de Fidel, «hasta los desafectos», advirtió más de uno en el lenguaje de quien «conoce a su gente».
El país siguió su curso hasta las 6 y 30 de la tarde, cuando volvió a paralizarse para escuchar el primer mensaje personal después de la Proclama. La inconfundible firmeza y honestidad de sus palabras afirmando: «yo no puedo inventar noticias buenas, porque no sería ético, y si las noticias fueran malas, el único que va a sacar provecho es el enemigo» detuvo las preguntas y nos devolvió al silencio.
No nos importaba ya si el mundo seguía inventándose las noticias afuera. En la casa, habíamos hecho un acuse de recibo singular: la nación se había ido transformando, con las horas, en un núcleo indivisible, inseparable, invulnerable a las amenazas y a los gritos desquiciados de la jauría vengativa de siempre, que se hizo más visible y escandalizó más al resto del mundo, en la medida en que nuestro silencio se hacía más sólido.
Volvamos ahora a los minutos que corren. Propongamos a los obsesos del análisis de las circunstancias, una evaluación serena de los hechos más prominentes. De los 80 millones de dólares que la administración Bush ha puesto como precio al decoro nacional, de los mensajes inútiles de su Secretaria de Estado por la televisora que no se oye ni se ve al menos de este lado del Estrecho, de las convocatorias a la venganza y el baño de sangre desde la patética Calle 8...
Y recontemos lo que pasó de este lado: las originales formas de responder a la provocación, la serenidad, la mesura, el análisis. Las velas prendidas o los rezos de creyentes y no creyentes, unidos por obra y gracia de una fe común en lo que se quiere con salud y larga vida. Y, sobre todo, la reacción popular frente a la búsqueda del disenso a toda costa que en cierto momento llevó cámaras y micrófonos extranjeros hasta los rincones donde habitualmente resuenan la queja y se maldicen las crudezas de la cotidianidad cubana, para encontrarse apenas con un simpático coro que cantaba: «Pa’lo que sea Raúl, pa’ lo que sea...»
No, Cuba no ha callado porque le interese menos, sino porque conoce más. Y es ese conocimiento el que le ha permitido usar las palabras exactas o los exactos silencios, para transitar por estas horas cruciales con una calma que sorprende solo a quienes no saben que esas son nuestras medidas del respeto, el homenaje profundo y sincero... y el modo más universal de estar alertas.