CIERTO lector comenzaba a redactar una carta sobre mi nota titulada Un drama de Shakespeare, cuando decidió primeramente leer una respuesta en Acuse de recibo, donde un organismo explicaba la demora en instalar los servicios de agua y electricidad en viviendas recién construidas, y alegaba que el error se hallaba en haberlas declarado habitables antes de extenderles esos servicios básicos.
El lector —cuyo nombre no cito, porque no le pedí permiso— abrió un paréntesis y comenzó a reflexionar sobre este hecho, pues «me parece inconcebible cómo se apoderan de muchos de nosotros conceptos y reglas (…) inmovilizantes, que llegan a convertirse en tabúes».
Voy, desde luego, a seguir el comentario de mi corresponsal. Aparentemente, es razonable el argumento de quienes respondían al popular Acuse de recibo. Pero empieza a perder todo valor cuando uno sabe que los residentes se quejaban de que habían pasado más de cinco meses sin que pudieran disfrutar de la electricidad y el agua. De modo que si no hubieran entregado las viviendas
—comenta el lector—, «si estas hubieran permanecido seis meses sin ser disfrutadas, en espera de la propiedad, no habría habido agravio ni maltrato, “no habría habido” queja o violación». Todo habría permanecido en paz. Y el organismo encargado de la vivienda habría continuado habitando el mejor de los mundos posibles, aunque los beneficiarios hubieran sufrido su necesidad de techo por cinco meses más, o por un tiempo mucho mayor… si no hubiesen escrito al periódico.
Porque, en efecto, qué cambiaría si los apartamentos de ese «biplanta» permanecieran todavía cerrados en espera de las redes o conexiones de agua y electricidad. ¿Verdaderamente cambiaría algo? Habría, para responder, que hurgar con uñas largas en el fondo. Y aceptar que el error, el verdadero, no consistió en otorgar la habitabilidad antes de instalar agua y energía, sino en haber planificado y construido viviendas sin que los organismos encargados de esos servicios tuvieran su cronograma, su responsabilidad, su fecha, en el proyecto. Parece cosa irracional —y es el calificativo menos punzante de que dispongo— que se proyecte, se planifique, de manera tan desarticulada. Tan caótica. Como en el Paleolítico.
Advierto que no culpemos a los críticos. La crítica surge como un resorte: seis meses sin agua y luz después de concluir el edificio. ¿Qué o quién lo puede justificar?
Hasta ahí, creo, he concordado con los elementos de ese inteligente corresponsal que al leer esta sección el pasado 14 de julio, topó también con la siempre aleccionadora y sensible Acuse. A nuestro pueblo se le enseñó a pensar. Y como me resta espacio, prosigo pensando acerca del hecho aparecido aquel día en la vecina columna. Tal parece que nos hemos especializado en dejar picar la bola entre dos jardineros. Y por lo que uno sabe de béisbol y de vida social, se puede perder un juego en el que las bolas caen al suelo impunemente, porque dos jugadores no se pusieron de acuerdo. Cada cual haló para su lado. Y así —quién no lo sabe— el juego o el trabajo colectivo se desordena, se desordena…
La inteligencia ha de ir más allá de saber construir casas. ¿Existe algo en este planeta que no esté mezclado, asociado, con otros elementos y con otras inteligencias? ¿Qué podríamos pensar del arquitecto que proyectara una casa sin acompañar el plano y los cálculos de las instalaciones de servicio? Empezar, pues, a construir sin la certeza de que los fluidos vitales llegarán en el momento en que la vivienda quede lista, equivale a improvisar, a carecer de enfoque sistémico, a tirar bolas sin ponerse de acuerdo previamente con el receptor.
Y como ningún juego entusiasma cuando los jugadores olvidan la pasión, tampoco la inteligencia acierta si carece de sensibilidad. De la sensibilidad inteligente que prevé, advierte, rectifica, porque al fin y al cabo ciertos hombres trabajan para otros hombres. Que los van a juzgar. Y dígalo.