Jesucristo está considerado entre los primeros en argumentar el estado de necesidad, ese principio jurídico tan actual como controversial, mientras George W. Bush debería pasar a la historia como el primero por su «estado de necedad».
El inspirador de una religión universal lo hizo para demostrar la inocencia de sus discípulos. Estos eran acusados por los fariseos de haber violado la ley del reposo sabático, recogiendo espigas para calmar su hambre.
Jesús evocó entonces el episodio del pastor —después rey— David, cuando, empujado por la necesidad del hambre, entró en la casa de Dios y comió los panes sagrados, de los cuales no le estaba permitido comer ni a él, ni a aquellos que le acompañaban, sino solamente a los sacerdotes.
No es casual que el Derecho Canónico lo contemple como una de las causas que, con las condiciones fijadas, suprimen la imputabilidad del delito, el cual se encuentra entonces reducido a una violación puramente material de la ley.
El estado de necesidad, consideran los legistas cristianos, es aquel en el cual los bienes necesarios para la vida natural o sobrenatural están amenazados de tal forma, que uno se encuentra moralmente constreñido a infringir la ley para salvaguardarlos.
Para invocarlo consideran necesarios diversos requisitos: verdadera existencia de un estado de necesidad; haber intentado remediarlo recurriendo a los medios ordinarios; y el acto extraordinario no puede ser intrínsecamente malo ni resultar un daño para el prójimo.
Además se estipula que en la violación de la ley se permanezca dentro de los límites de las exigencias impuestas por el estado de necesidad, y no debe ponerse en cuestión el poder de la autoridad competente, al contrario, debe presumirse que, en circunstancias normales, dicha autoridad habría dado su asentimiento.
Estos eximentes de la responsabilidad penal deberían ser muy recordados por estos días, mientras rebotan por el mundo las turbias sinuosidades del segundo informe del Plan Bush para la anexión de Cuba.
La nueva variante del viejo engendro imperial podría muy bien merecer, entre otros, el siguiente título en las grandes cadenas y agencias de noticias planetarias: Proyecto anexionista de Bush reivindica a cinco prisioneros antiterroristas cubanos.
«Este es un informe no clasificado y de implementación efectiva, algunas de las recomendaciones están contenidas en un anexo separado», indica el último balance de lo que mejor merece el nombre de Comisión para una Cuba anexada; que en otra de sus partes subraya: «Este es un tiempo para acciones rudas, decisivas y claridad del mensaje».
Por si fuera poco, haciendo el peor honor a aquello de que «éramos pocos y parió Catana», el informe no solo proclama públicamente la decisión de promover «acciones más rudas», sino que hace explícita una incógnita de mayor gravedad y maquiavelismo: la existencia de un anexo secreto con las decisiones más turbias.
¿Cuánto mayor puede llegar a ser la «rudeza»? A su cuenta van 3 478 vidas segadas, miles de heridos y mutilados, o el grave daño psicológico causado a nuestro pueblo por el odio y la violencia terrorista que las administraciones norteamericanas han alentado e impuesto a Cuba para derrotar la Revolución.
Como han señalado analistas, es la primera oportunidad, después de Mi lucha, de Hitler, en que aparece un documento en el cual se reconoce públicamente y sin sonrojos la decisión de exterminar a otro pueblo, y para colmo, pretende exigírsele permanecer impasible, inmutable, sin intentar conocer la naturaleza del «Apocalipsis prometido».
Los cubanos incluso han asistido con horror a la «beatificación» mediática de los criminales que han desangrado al país en una guerra despiadada e interminable, desde la potencia paladín de una supuesta cruzada mundial contra el terrorismo.
Si alguna utilidad debiera tener este informe de Bush es que viene como «anillo al dedo» a los argumentos a sopesar por el Pleno de la Corte de Apelaciones del Onceno Circuito de Atlanta, en cuyas manos está evaluar la justeza de la decisión de los tres magistrados que dictaminaron la anulación del juicio contra los cinco cubanos presos injustamente en las cárceles estadounidenses.
Reconocer, con decoro y honradez profesional, que el proceso judicial contra Gerardo Hernández, Ramón Labañino, Fernando González, René González y Antonio Guerrero, fue improcedente por su sede de Miami, constituye el mérito mayor de los jueces.
Allí radican las organizaciones mafiosas y terroristas anticubanas penetradas por estos hombres al servicio de su pueblo, a las cuales Bush acaba de hacer un «regalo» con la actualización de su proyecto de intervención anexionista y sus promesas de apoyo abierto o encubierto para nuevas marañas y crímenes.
Si esta «ofrenda» imperial no condiciona el estado de necesidad, pues entonces, como dicen en buen criollo, «que baje Dios y lo vea».