Llevo en mi lado izquierdo un crespón: estoy de duelo. Y por tanto esta columna también. Hace unos días supe que Marat Simón Pérez-Rolo había muerto el pasado 30 de junio. Marat era mi amigo. Recuerdo aquella tarde, quizá de 2001, en que vino a JR para conocerme personalmente. Nos tratábamos por carta. Pero a partir de ese momento, todo fue más íntimo, sincero…
Nadie, por ello, me regateará el derecho de trasladar a mis letras el luto personal por su deceso. Quien me lea comprenderá que alguna justicia he de hacerle a mi difunto amigo. Por deber de amistad. Pero, sobre todo, porque había ganado méritos en su vivir largo y útil.
La existencia de Marat Simón Pérez-Rolo se resolvió en una parábola de patriotismo y servicio social. Sus apellidos se ligaban en la historia al nombre de José Martí. Y él se sentía obligado a merecer, con obras, ese privilegio. Su padre fue un patricio en Santiago de las Vegas, el mismo pueblo donde nació y murió Marat. Francisco Simón escribió periodismo, poesía, pintó, promovió la cultura, y cuando verdaderamente fijemos a prueba de leyendas e interpolaciones el origen del Día de las Madres en Cuba, entre los fundadores habrá que escribir el nombre del padre de Marat, además del de Víctor Muñoz, el periodista habanero, y de otros patriotas de Santiago de las Vegas.
A mi parecer, Marat no fue la segunda parte de su progenitor. Simplemente, asumió el ejemplo paterno y vivió quemándose en ese fogón de solidaridad y creación que es la cultura. ¿Cuánto le deben los habitantes de Santiago de las Vegas a Marat? Tal vez, antes del 30 de junio, él nunca hubiera aceptado esa pregunta. Ahora resulta un acto de justicia. En casa, entre los libros de mis afanes diarios, tengo libros y folletos de Marat. Y todos hallan en Santiago de las Vegas el eje, la esencia, la pasión. Quizá pasión sea la palabra apropiada. Una pasión que enalteció, que empujó a Marat al bien en el develamiento constante de la historia local.
Ese es el título que, a mi modo de ver, le pertenece: historiador local. Desempeñó diversos cargos: se graduó en Derecho; trabajó en notarías y bufetes; fue asesor jurídico del Ministerio de Industrias; ejerció el magisterio, el periodismo… ¡Cuántas cosas no le fueron ajenas! Pero Marat hubiera preferido ese crédito. ¿Hemos meditado en la utilidad del oficio de echar afuera papeles y testimonios para ir delineando cuánto ha quedado detrás de lo que somos en el presente. Solemos, como en instintiva tendencia, creer que el espacio y el tiempo solo pertenecen a quienes estamos «aquí y ahora» —así se dice. Y a veces queremos explicarnos porqué nuestro pueblito no nos satisface, porqué hasta lo ofendemos negándole raíz y flor. Y no caemos en cuenta que nos parece pobre porque desconocemos su historia.
Santiago de las Vegas está despintado, con algunas calles ahuecadas. Sin embargo, uno nota allí una prestancia, una profunda personalidad que provienen del pueblo que se nutre de su historia y se siente identificado con ella. Esa identidad pulida, pintada con los colores del orgullo local, fabricó la base de la espiritualidad de Marat Simón en el discurrir de sus 80 años. ¡Ochenta años! Y jamás pude notárselos. La última vez que me llamó por teléfono, varios meses atrás, oí en sus palabras el mismo vigor, la misma lucidez, los mismos proyectos de un corazón juvenilmente dotado. Ahí queda su última lección para aquellos que desean vivir mucho. Vivir, esto es, estar apasionado por cuanto uno hace, por cuantos nos rodean.
Balsac escribió que en el cementerio todos los hombres y las mujeres son buenos y fieles. Aunque los epitafios surgen del cariño, mi amigo Marat cabe en mucho más que una frase ingeniosa y tierna. Él era verdad. Como verdad es el crespón que llevo en mi lado izquierdo. Y él merece.